Apariencias y desatinos

En esta sociedad actual, que se muestra tan tolerante con todo —gustos gastronómicos, ideologías, cultos religiosos, preferencias sexuales, modas— hay  condescendencia apenas de apariencia porque, vista bien, la sociedad posmoderna sigue siendo segregacionista y clasista en alto grado.

Fácilmente hacemos a un lado a ciertas personas por condición étnica, económica, por alguna limitación física. Hablamos de “normalidad” para quienes nos consideramos dentro de un estándar que parece hacernos idénticos y usamos cualquier término “amigable” para quienes miran la vida distinta o presentan diferencias anatómicas, que van desde escribir con la mano izquierda hasta mutaciones corporales o deficiencias en el lenguaje.

Quizá una de las más graves formas de discrimen es la clasificación que se hace entre “buenos y malos”, en todas sus formas; entre correctos e incorrectos cuando se habla de adicciones, por ejemplo, y ahí sí que tenemos una cantidad de posibles aberraciones que determinar —drogadicción, alcoholismo, tabaquismo, ludopatía— y somos ágiles para rechazar y segregar a los congéneres que por la desgracia del destino se sumen en esos macabros aconteceres.

Sin embargo, vale pensar también que esta sociedad, determinada por condiciones aberrantemente no consideradas por la cultura social de esa manera, soslaya los vicios tecnológicos y consumistas. Francamente hay dependencias complicadas y que deberían avergonzarnos, como aquella costumbre extranjera llamada “Viernes negro”, por ejemplo, que rompe todo tipo de sensatez y nos sume en un consumismo sin nombre, o las adicciones frente a las pantallas planas, cuando empezamos una serie y nos amanecemos incontroladamente sin poder parar.

Sin darse cuenta, esta sociedad flota entre corrientes existencialistas, egocentristas y así crea sus propios cánones de conducta y afirma o niega lo que le “conviene”. Justifica lo que cree y castiga lo que no le parece; volvemos a las actitudes perversas de juzgar las acciones del resto, pero jamás reconocer nuestros errores, por grandes que sean.

Hay ocasiones en las que aquellos que sí deberían ser marginados por corruptos, por robarse de las arcas públicas dineros con los que se debían comprar medicinas, dar educación a niños y jóvenes, atender ancianos o cubrir la desnutrición infantil, terminan justificados y aun considerados, evidenciando así la descomposición social de este tiempo. Vemos con vehemencia el enriquecimiento de quienes con cuello blanco hacen fortunas en el servicio público y con repugnancia la mendicidad o la pobreza.

Ojalá nuestra cabeza social nos enseñe a determinar correctamente a quiénes a hay que compadecer y a quiénes rechazar. De lo contrario no cambiarán nuestros días y seguiremos sumidos en este mundo inequitativo y desatinado.