¿A quién le importa?

Alejandro Querejeta Barceló

El término ‘corrupción’ vuelve a proliferar. No hay lugar en donde no esté presente, bien sea al descubierto o bajo sospecha. Lo cierto es que la corrupción refleja la persistencia de un problema estructural: un Estado mal conformado y el poder judicial entrampado en un tóxico laberinto de leyes, así como la absurda ausencia de elementales mecanismos de detección y corrección.

El nuestro, los hechos lo confirman, es un Estado enfermo crónico de corrupción. Hay más deuda económica y social, más clientelismo, una desidia galopante, despilfarro, subsidios ineficaces, burocracia sobredimensionada y perezosa, decenas de miles de familias en situación límite o en la miseria. Las víctimas, como siempre, quedan en el olvido.

Hace apenas un año Ecuador, según el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, ocupaba el puesto 101 dentro de los 180 países en cuán ‘limpios’ de corrupción se perciben.  La falta de trabajo, la pobreza endémica, la salud, la educación, el injusto reparto de la riqueza, la maltrecha cultura y el renqueante ‘progreso’ económico tienen a la corrupción como causal.

“Se lo roban todo” es ‘vox populi’. La falta de acciones audaces y firmes para combatirla corrupción alimenta las actividades delictivas organizadas, socavando la democracia y los derechos humanos. La participación ciudadana en el combate a la corrupción debe ser abierta, sin que se impongan restricciones injustificadas, como lo es la cercanía con una organización partidista o gremial.

El terreno de juego ya está delimitado. No hay casualidades. No es una categoría política, sino moral. Cada vez, está más claro: la memoria democrática y la memoria histórica renquean entre nosotros en cuanto a la corrupción. El Estado es un cadáver en espera de disección. El “cogito ergo sum” de Descartes, podría traducirse aquí en “manipulo, luego controlo todo y a todos”, una cruz que todos deberemos llevar a cuestas.

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