El reino de los miserables

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Carlos Freile

Llamo miserables a quienes prefieren su propio beneficio al bien común; a los que buscan defender a los ladrones y tramposos aun a costa de sacrificar al país; a todos quienes renuncian a su dignidad para congraciarse con su líder, por más acciones nocivas que hubiera cometido; a los que buscan organizar el caos con perjuicio de los más pobres para ellos conseguir el poder y sus premios indecentes.

Y así podríamos seguir. Nuestro Ecuador (¿existe realmente esta entelequia?) se ha convertido en tierra de nadie abierta para que desalmados de variopinta ralea se dediquen metódicamente a saquearlo y, mientras sacian su voraz apetito, estorban todo intento de mejora, de salir del abismo, de poner las bases de un renacimiento casi imposible.

Decía Jesús que “todo reino dividido perecerá”; en nuestro corto devenir histórico, hoy ateo en la práctica, sin Divinidad orientadora, fuente de valores y dignidad para todos, constatamos la existencia de centenares de paisitos, no solo geográficos sino culturales, sociales, económicos, políticos, étnicos. Miles de minúsculos ratones pretenden metamorfosearse en leones pequeñitos, dueños absolutos de sus cuevitas ínfimas, aunque con ello causen la destrucción a corto plazo de lo que antes llamábamos nuestra Patria, que no deja de ser vista como una escuálida vaca lechera. Y pasará lo de siempre: los ordeñadores se llevarán la leche a algún paraíso capitalista después de haberse sacrificado por ‘la Patria’ o por ‘el proyecto’ o por el ‘paraíso comunista tahuantinsuyesco’ o ‘por la saqueada u olvidada región’…

El cuento no es nuevo, dura ya doscientos años; sin escrúpulos los ordeñadores falsean elecciones, mienten, calumnian, sobornan jueces y periodistas; en parte ha cambiado su origen y sus apariencias, pero sus mañas son las mismas, ahora perfeccionadas por la experiencia.

La nuestra no es una república, es un reino de malhechores miserables; y no es república porque no pertenece a todos y unos pocos reinan sobre ella en base a artimañas propias y cobardías ajenas. Uno se pregunta: ¿vale la pena seguir ladrando a la luna?