98 que no juega

Lorena Ballesteros

 El 5 de noviembre pasado mi abuela materna cumplió 98 años. Ese día, cuando llegué a su casa y la encontré en su cuarto, me abalancé sobre ella. No sé si fue la fecha, la cantidad de años cumplidos o la posibilidad de abrazarla y besarla sin mascarillas, la que me llevó a las lágrimas. No quería soltarla. Pensé: “este puede ser el último que celebremos”.

La Mamia, como le decimos mi hermano y yo desde chicos, es una institución para nuestra familia. Pasan los años y sigue ahí, con sus llamadas de preocupación y sus diarias bendiciones. Aunque su cuerpo se ha deteriorado y ya no consigue ponerse en pie, sin ayuda de un tercero, su mente se mantiene lúcida y para ella todavía somos “sus guaguas”.

Lo cierto es que, cuando estoy en su casa, sí me transporto hacia mi infancia. A los años en que pasé deshojando todas las flores de su jardín. Construyendo mundos imaginarios, con comensales invisibles que se servían los potajes que preparaba debajo de su árbol de capulí.

Fue ella quien me enseñó a bailar. Encendíamos la radio y con el volumen a tope comenzaba el jolgorio. Ella, tan divertida, ocurrida y extrovertida, se sabía las letras de las canciones de moda. Suspiraba por Luis Miguel y cuando lo veía en un video decía: “es regio”.

Cuando se enteraba de que habían robado en alguna casa del vecindario o que alguna amiga suya había sido asaltada nos daba una cátedra de cómo vencer a un ladrón. Ella estaba convencida de que con un buen carajazo y un supuesto karatazo saldría ilesa.

Por las noches, cuando dormía en su casa, mandaba a mi abuelo a otro cuarto, porque yo, la nieta primogénita me merecía compartir su lecho. Rezábamos antes de acostarnos, a veces mirábamos la televisión y otras me permitía armar una casita con almohadas.

Tanto nos divertíamos juntas. Jugábamos al Telefunken, hacíamos figuras con botones de colores, paseábamos con sus amigas. Los domingos caminábamos a la iglesia de La Paz y de regreso se tomaba del brazo de alguna de las señoras que asistían a la misa y conversaba hasta la siguiente cuadra. En 10 minutos ella ya había averiguado vida y milagros del personaje. Siempre fue una conversadora innata.

Por eso, con este profundo amor que siento, no puedo dejar de escribir estas líneas para agradecerle, a Dios y a la vida por la gran fortuna de seguirla teniendo. Todavía es un placer escucharle comentar sobre los locutores de Fm Mundo. Habla de la Karol y el Christian como si los conociera de siempre. Está al día en las novelas turcas que mira a través de Youtube.

Aún es una bendición escuchar su voz temblorosa, del otro lado de la línea, que dice: “yo te quiero mucho”. Yo también la quiero y la querré por siempre.