Antes del silencio electoral

Los ecuatorianos llevamos todo lo que va de este siglo hundidos en rencores y venganzas. Los eslóganes que han dominado las campañas bastan para evidenciar ese espíritu de gresca y amenaza: “que se vayan todos”, “prohibido olvidar”, “jamás volverán”, “los corruptos siempre fueron ellos”, “ya falta poco”, etc. ¿Cuánto más puede el país aguantar eso? ¿Cuántas generaciones más es necesario consumir en esa interminable búsqueda de revancha? ¿Cuánto tiempo más vamos a perder buscando ajustar cuentas?

Los ecuatorianos somos pocos y somos —todavía— pobres; pese a ello, insistimos en consumir nuestros recursos, nuestra energía y nuestra atención en rencillas internas que resultan intrascendentes frente al tamaño de oportunidades y de amenazas que nos presenta el mundo. Una importante parte de las riquezas del último gran boom de las materias primas se malgastó en inocular odio, en vengar agravios de la Guerra Fría. Sería trágico querer volver a hacer lo mismo ahora, con magros recursos, cuando el país se enfrenta a una crisis de una profundidad sin parangón en la historia reciente.

Ante la duda y el miedo, ante la incertidumbre de no saber quién prevalecerá, lo correcto es apelar a las sinceras convicciones de paz y reconciliación. Ecuador no merece otro round de revanchas y odios. Se requiere, urgentemente, un mandatario que logre sanar heridas y haga que el país mire, finalmente, hacia delante y hacia fuera. Ninguna transformación positiva puede surgir de quien quiere mantenernos perpetuamente empantanados en la rabia.