Tierra de jueces

Jessica Vinueza Crespo

A Dionisio lo conocí en el taller de artes visuales que dictamos junto a una colega en el Centro de Adolescentes Infractores. Dionisio tenía 17, no sabía leer, ni escribir, pero sabía bailar. Dionisio era tímido. En la primera clase hicimos un ejercicio de composición utilizando el collage como herramienta creativa. Intentó irse a los 5 minutos de empezar la clase. Me acerqué a él y le pregunté ¿por qué quieres irte?, me respondió avergonzado con la mirada fija en el piso, “es que no se cortar maestra”, si quieres te enseño, le dije. En una mañana de clase Dionisio aprendió a cortar y pegar, hizo su primer collage, bailó, cantó y prometió que regresaría.

Dionisio llegó a la siguiente clase a tiempo y triste. Era día de visitas y su tía que vivía en la Concordia no podía visitarlo porque no tenía dinero para el pasaje. ¿Cómo estás Dionisio?, “mal maestra, hace un año no veo a mi familia. Estar encerrado aquí es duro, no se lo deseo a nadie”. ¿Por qué estás aquí Dionisio?, “robe una cadena, quería entrar a una pandilla”. ¿Y entraste? asintió y no habló más ese día.

Dioniosio asistió durante tres meses siempre puntual a clases, unos días alegre, otros enojado y un par triste. En clases hizo una máscara de cartón, interpretó una escena de teatro, tomó fotografías. “A mí me gustan estas clases”, me dijo un día, “me gusta aprender haciendo arte, gracias por enseñarme cosas diferentes. ¿Sabe qué voy a hacer cuando salga de aquí maestra? Voy a ser músico. Estoy aprendiendo a escribir mis canciones. ¿Y ya has escrito alguna? Si, escribí una que se llama: A LA SOMBRA DE LAS LEYES”. ¿De qué se trata la canción?, “de la desigualdad entre ricos y pobres, de las segundas oportunidades. ¿Maestra, usted cree que la gente puede cambiar?”

En el CAI aprendí que el cambio es la única constante en el ser humano y que el arte y la educación son grandes herramientas para realizar procesos de rehabilitación con personas privadas de libertad.