Velasco Ibarra murió de amor

Autor: Dr. Pedro Velasco Espinosa | RS 102


“He venido a meditar y a morir”. Con esta lapidaria frase cerró su vibrante vida pública el Presidente Velasco Ibarra. Era el 15 de febrero de 1979, fecha en la que regresaba a la Patria que tanto amó y a la que tanto sirvió, en esta ocasión no en “olor de multitudes” sino con la congoja de traer el cadáver de su esposa Corita.

Ella había fallecido, el 8 de febrero, al caer de un bus de línea en Buenos Aires, y ésta por la fatalidad resultaba la peor de “las caídas” para el Presidente; las otras le habían privado de la Presidencia, más ésta abate a su espíritu y le arrebata la única razón para seguir viviendo: vivir con ella. Ella que fuera su sustento en las horas de gloria y de apogeo, de relámpagos y de penumbras, en las cimas y las simas de su portentosa existencia.

“Ya se advertía en las palabras estoicas y severas, pronunciadas al regresar a su País por el doctor Velasco Ibarra -“meditar y morir”- una premonición fatalista y secreta. Era la tácita declaración de su ruptura con el pasado, de su confesión de desistimiento, su íntimo testamento concreto y su postrera dimisión. La pantalla indiscreta lo mostraba nervio y hueso, las mejillas más cavadas que jamás, la testa lisa y bruñida en anticipo de la calavera. (…) Rudamente golpeado por el destino en el ocaso de una existencia turbulenta, volvía esta vez última del destierro, detrás de los restos mortales de quien fuera su noble compañera, sensitiva, espiritual y valerosa. Allí se lo veía íntimamente desmoronado, aunque enhiesto y altivo. El lado humano del imprevisible personaje que fue Velasco Ibarra se mostraba al desnudo, enternecido y solitario, impotente ante la dramática interrogación. Una íntima ternura desbordaba bajo sus gafas oscuras, al dar el adiós postrero a quien fuera en sus últimos años su sola razón de existir, despojado de las fútiles transitorias vanidades del poder y de la existencia. Por eso, sus palabras finales resonaban admonitivas y dimitentes. “Vuelvo solo a meditar y morir…” En homenaje silencioso y conmovido, el pueblo ecuatoriano lo llevó en hombros hasta su morada final.” (Raúl Andrade Moscoso, página editorial del diario El Comercio, del día 3 de abril de 1979)

Su advertencia se cumplió el 30 de marzo. El 2 de abril, luego de multitudinarias muestras de afecto popular, su ser mortal era sepultado en San Diego, junto a los restos de su esposa y allí reciben permanentes muestras del afecto, pues que nunca falta en ella una flor.

Un providencial designio
Corita y José María se habían conocido por providencial designio. Él como Presidente Electo cumplía con una visita a Buenos Aires, invitado por el Gobierno argentino. El Embajador ecuatoriano organiza un acto social en su homenaje, al cual invita a los padres de Corita, Ernesto Parral y Corina Durán. El día mismo de la recepción, don Ernesto se siente indispuesto y así decide no asistir, más su esposa no quiere perderse la oportunidad de conocer al personaje y pide a su hija Corita que le acompañe.

Ya en la recepción, la joven argentina es presentada al también joven Presidente. Ella tiene 29 años y él 37; justo en los instantes de los saludos de cortesía, el Embajador informa al Dr. Velasco Ibarra que los periodistas porteños desean hacerle una entrevista. Velasco Ibarra pide a Corita, a quien acaba de conocer, que le acompañe a tal evento y ella accede a hacerlo, honrada como la que más por la deferencia. Entre esas dos almas había tenido lugar lo que coloquialmente se dice “el flechazo”. A la sazón, Velasco Ibarra ya estaba separado de su primera cónyuge.

Estelita Parral, hermana de Corita, narra que al regresar a la casa luego de la ceremonia Corita le comentó a su mamá: “Tengo la extraña sensación de que esta persona va a representar algo definitivo en mi vida”. Era el 26 de julio de 1934.

Derrocado en 1935, viaja a Colombia donde ejerce como Rector del Colegio General Santander en la apartada ciudad de Sevilla del Valle. Desde allá inicia una relación epistolar con la joven argentina que conoció 2 años antes y entre los dos va acentuándose ese atractivo mutuo. Ella se convierte en su apoyo, en su consuelo, en su lejana compañía, en esta época de ostracismo, pues el solo ejercicio de la docencia no podía colmar los vuelos de su alma.

En 1936 el Dr. Velasco Ibarra decide trasladarse a Buenos Aires, invitado a sustentar conferencias y a dictar cátedras en la Universidad de dicha Capital, ocasión propicia para formalizar su relación del Corita. Nuevamente recurro al testimonio de la hermana menor de mi tía política. “Lo primero que hizo (José María) fue visitar nuestra casa y pedir a mi madre la mano de mi hermana. La cercanía fue acrecentando ese amor, que fue puesto a prueba en varias ausencias obligadas por la necesidad de resolver el problema de la subsistencia. Él debía acudir a donde le ofrecían trabajo. Por tanto, después de dictar clases en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, tuvo que trasladarse a Santiago, en cuya Universidad le propusieron una cátedra. Volvió a Buenos Aires y de allí partió a Colombia, en donde el presidente Santos le había asegurado su ayuda. Pero el intento se vio frustrado por la caída del mandatario amigo. Durante estas ausencias, José María envía constantemente tarjetas y cartas a Corita. El 21 de octubre de 1937 le remite una postal en la cual le dice: “Le escribí por aéreo. Le hice dos telegramas. Le envié una postal. No hago otra cosa que lamentar su ausencia y creerme perdido para siempre. Poco después le envía una fotografía tomada en Barranquilla, dedicada de la siguiente manera: “Para ti, Corita, la mujer de corazón y mente divinos, el amor leal de quien desde tan lejos te idolatra”.

“Un pedazo de mi alma la que le descubro”
Corita escribe a mi tía Ana María, días antes de contraer matrimonio, lo que considero la más íntima memoria de un alma enamorada: “He pensado mucho antes de decidirme a escribirle. Solo la conozco a usted a través de los recuerdos de José María y ello hace que al fin de anime a confiarle algunas inquietudes de mi espíritu. A pesar de no habernos conocido nunca y de la enorme distancia que nos separa, algo hay que nos une estrechamente, José María, este hermano de usted, todo bondad, ese hombre caballeroso y noble que tanto ha sufrido. Le conocí una tarde, pasajeramente, cuando visitó la Argentina por primera vez. Después, solo quedó un recuerdo lejano del hombre profundo y genial que pasó… y un ensueño muy en el fondo del alma.

Solo al caer de la Presidencia le envié unas letras de consuelo, de admiración. Nos escribimos, creo que puse un poco de calma en su vida. Luego volvió a Buenos Aires; aquí sufrió lo indecible, estimada señorita, conoció la amargura de los días más sombríos, desgraciadamente poco pudimos hacer por ayudarlo; sufrimos con él. El dolor unió nuestras almas cada vez más. Hasta entonces era yo una chiquilla soñadora; mi vida dedicada a la música, mi alma puro ensueño. La realidad se presentó en forma de dolor, pero sí también como el más profundo y raro amor.

¡Cuánto quisiera que usted me comprendiera! José María era tan desgraciado… fui yo su único refugio, su único aliento, y yo, mi estimada señorita, le amaba… le amo tanto. Al fin hemos decidido casarnos civilmente, tal vez la vida haga naturalmente que Dios pueda bendecir nuestro enlace antes de morirnos. Sé que José María no les ha comunicado esta resolución por temor a causarles pena, por eso yo he querido tranquilizar mi espíritu abriéndole mi corazón a usted. Son mis más íntimos pensamientos los que le ha confesado, un pedazo de mi alma la que le descubro. No conozco los sentimientos de su señora mamá al respecto, pero sean cuales fueran, ruégole besarle las manos por mí. Será un íntimo consuelo para mi corazón, recordaré el día en que besé las de mi madre, al consentir ella mi felicidad.”

El 24 de agosto de 1938, Corita y José María contraen matrimonio civil en Buenos Aires. El 8 de noviembre de 1963, contraerán matrimonio eclesiástico también en la Capital argentina.

Primera Dama
Corita acompaña a su esposo en cuatro de sus cinco presidencias en calidad de Primera Dama, la primera a quien se califica como tal, dignidad protocolaria que supo honrar, enaltecer y darle una misión social. Sólo voy a citar tres de sus magnas realizaciones que apuntalan mi aserto: en 1945 crea y auspicia el “Hogar Indígena” de Conocoto, albergue-escuela para niños menesterosos de raza indígena, el primero de la República, en su género; en 1946 funda el Club Femenino de Cultura, del cual es la primera Presidenta; en 1960 crea el Patronato Nacional del Niño, más tarde llamado Instituto Nacional del Niño y la Familia, formidable obra de ayuda a la niñez desvalida y a las madres con hijos requeridas de solidaridad.

“El amor transforma la muerte en resurrección”
Corita había escrito estos versos dedicados a José María, los mismos que encierran un deseo que Dios quiso que no se cumpla:

“Así como trato de vivir
sin hacer ruido,
quisiera morir sin dejar pena,
y tú que eres el centro de mi vida,
has de comprender este deseo mío
que nace solo del miedo que tengo
de que tú sufras.”

José María Velasco Ibarra, en entrevista con Diego Oquendo el jueves 15 de febrero de 1979, ante una aseveración de este brillante periodista sobre la necesidad de que la juventud tenga como fundamental el amor, le dice: “usted lo ha dicho: el amor. El amor que ilumina la vida y transforma la muerte en resurrección.”

José María y Corita fueron dos enamorados. Si a ella se la llevó el Creador, él tenía que morir para volver a verla, lo antes posible. Indudablemente, Velasco Ibarra murió de amor.

A su muerte, Raúl Andrade escribió lo siguiente que bien podría estar escrito como epitafio: “A la sombra de un añoso roble, la luz crepuscular proyecta su figura en la emoción de un pueblo que él enseñó a caminar”.