Natividad

“Era tarde en Nochebuena, nada en la casa se oía, / Hasta el ratón de alacena con su familia dormía…” (Una visita de San Nicolás – Clemente Clarke Moore 1779-1863 -Traducción de Juan A. Galán)

¡Momentos de infancias, de tiernas y dulces ingenuidades!

En nosotros fue el Niño Jesús, en Europa San Nicolás devenido luego en Papá Noel, quienes alentaron el candor sin malicia de los años primeros de las edades, aquí y allá. ¡Ellos y los dulces, ellos y los sueños, ellos y las caricias maternales de las Natividades!

Era inigualable la esperanzada imaginación que hacía muy cálida la espera de las horas del sueño, la espera que acarreaba la fantasía de saber la llegada de aquel niño de ilusiones con su fardo repleto de emociones. Era la víspera de Navidad, cuando nos preguntábamos ¿cómo será el Niño Jesús o como entrará a la casa?, o ¿será talvez el simpático y bonachón ‘Viejo Noel’ el que visite nuestro sueño en la noche de la Misa del Gallo? Acurrucados en esas emociones apagábamos la luz en la Noche Buena, para soñar, sin saber que antes, mucho antes, un poeta en el siglo XIX, Clemente Clarke Moore, ya soñó en San Nicolás ya vio su trineo descender desde el invierno halado por sus ocho renos, para decir al tiempo:

«iOh, Bailarín! ¡Oh, Brioso, Relámpago y Juguetón! / ¡Hala Cupido! ¡Hala Trueno! ¡Halen Cometa y Pompón! / ¡Suban prontos al tejado y a lo alto por la pared! / ¡Suban con brío ahora mismo! ¡Todos, con brío, ascended!».

Era el San Nicolás imaginado el que llegaba con su fardo halado por sus renos de fantasía, era el ser de quimeras inspirado en la leyenda del santo turco de la ciudad de Mira en los albores de la era, muerto en la italiana Bari del que se dice que donó su fortuna en procura de la alegría de niños sin consuelo.

“Saltó presto en el trineo, silbó casi sin aliento, / y los renos se alejaron como plumas en el viento»

En nuestro Ambato de los años cincuenta un niño ya crecido que había superado sus fantasías, marcaba el piso de tierra del patio con huellas semejantes al patín de un trineo, para alimentar con inefable amor la tierna ingenuidad de su hermana menor, que aún acunaba esas ilusiones. Ese niño llamó Hernán Castillo.