Corruptos

La reciente captura de Ramiro González se suma a una larga historia de corrupción en el sector público que indigna, que duele y nos cuestiona ¿cómo la combatimos? La respuesta rápida y fácil es ¡que lo haga la Fiscalía y la Asamblea! La que es más compleja nos envuelve a todos, pues implica repensarnos como individuos de una sociedad acostumbrada a convivir con una corrupción que se presenta de las más variadas formas: saltarse la fila, usar los recursos públicos para beneficio privado, sobornar un policía para que no multe, copiar un examen, llamar a un amigo poderoso para que haga un favorcito, etc.

Lo peor es que esas formas de corrupción no solo se encuentran presentes, sino que son normales en nuestro diario vivir y, es más, son socialmente exaltadas con la muy ecuatoriana “viveza criolla”. Cuando un amigo nos cuenta que ha sobornado un policía, que ha llegado rápido porque evadió una fila o que logró un beneficio especial por ser “conocido del dueño”, estamos acostumbrados a tenerlo como alguien sagaz, audaz, lo adulamos como un “vivo”.

La corrupción, entonces, cuando aparece en nuestra esfera más cercana es elogiada, no condenada y eso no es casual, responde a un fenómeno mayor: nuestra sociedad no puede actuar con fuerza contra la corrupción del Estado porque llevamos en nuestras entrañas una más profunda. Ecuador no puede luchar contra la corrupción porque en el fondo, cuando estamos solos frente a ella y un amigo, la halagamos, la llamamos “viveza”.

Para combatir ese cáncer del Estado que nos impide avanzar, necesitamos re pensar la forma en que nos relacionamos, en que condenamos los actos indebidos, por pequeños que sean. Para empezar esa batalla, de hecho, necesitamos cambiar el lenguaje: llamar corrupto al “vivo” y condenarlo.

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