Sangre y lágrimas en el camino

No es preciso referirse a las estadísticas para comparar la curva anual y la tendencia que registra nuestro país en cuanto a accidentes de tránsito, así como a la mortalidad que arrastra consigo este morboso mal social de los ecuatorianos. Que suba o baje la curva tenebrosa no es para tranquilizarnos a base de cifras cuando un régimen cualquiera se solaza con las mismas creyendo que supera cuantitativamente a sus antecesores.

Los resultados ya los conocemos: pérdida de vidas humanas en las carreteras que dejan secuelas sociales muy graves de restañar por lo dolorosas y definitivas. Entonces hacia dónde hay que apuntar es hacia el fondo, a las raíces del problema que se encuentran inmersas en la misma sociedad y en su cotidianeidad.

Que las leyes deben ser más rigurosas y que el control del desplazamiento de vehículos a lo largo de nuestras carreteras debe observar ciertas reglas y ciertos límites, también. O que disponemos de las mejores carreteras del mundo…

No obstante, el problema no es mecánico propiamente, ni es asunto de leyes de las que estamos abarrotados, y con los mismos resultados de siempre, hasta exhibir unas estadísticas que colocan a este morbo entre las principales causas de muerte de los ecuatorianos.

El problema es cultural y de estructura mental de la población. Nace en el hogar, en la familia, en la vecindad, en el sistema educativo y en los hábitos personales y colectivos. Así como influyen decididamente las promociones hacia el consumismo que llenan los espacios audiovisuales y virtuales de medios de toda condición con una tecnología casi endemoniada que se actualiza como vértigo y se difunde en niños, jóvenes y adultos. Casi otra pandemia que carcome socialmente.

La audacia en el camino cobra ribetes superlativos con la velocidad como principio y fin de los conductores. Vehículos lujosos con mozalbetes en su interior, o audaces en rodantes pesados de muchos ejes o buses en competencia “fraterna”, hacen gala de lo que llevan y quizás ni les pertenece, pero pierden la chaveta y tiñen de rojo los caminos de la geografía. Psicosis. El precio de la modernidad.

El hogar, los padres, la familia, la misma sociedad y, desde luego, el Estado deben concertar una política que tienda a frenar una lacra que cobra ribetes de tragedia. No hay que entregar un arma asesina en potencia a quien no entienda que lo que conduce debe ser para satisfacer necesidades personales y colectivas del buen convivir y no para suicidio o vil asesinato.