Serpiente, una historia

Autor: Viviana Garcés Vargas* | RS 66


Mamaní callejeaba al anochecer entre la basura acumulada cerca de la fachada renacentista de la Iglesia de San Francisco.

Deambulaba entre las boquitas pintadas y los transexuales de la calle Esmeraldas. Transitaba alrededor de la estatua de Antonio José de Sucre en la Plaza Santo Domingo, donde lo acompañaban indigentes y alcohólicos. Nunca iba por el mismo lugar: la autoridad posaría sus botas con encono en su columna desgarbada. Recorría el territorio desempeñándose como mercader, tesorero y yonqui.

Carlos Mamaní Eusebio había sido bautizado como la serpiente. Los panas del barrio, sus padres, la veci de la tienda, su maestro albañil y las mujeres a quienes pretendía, aseguraban que Carlos se arrastraba por las calles del barrio

El Rancho, al suroccidente de Quito con tal de hacer su voluntad y no erraban. Menudo, escuálido, ojos despiertos, risa desternillante y manos endurecidas. Desde los 18 años, Carlos desempeñaba diez oficios para suplir veinte necesidades. Obrero en las mañanas, voceador de colectivos por las tardes y vendedor de marihuana al anochecer, Mamaní se cobijaba en la quebrada de polvo que lo tragaba a mordiscos para olvidar los golpes que su padre le asestaba a su mamá en medio de una casa descascarada y privada de alumbrado, donde el frío recalcitrante constipaba sus vísceras.

Madrugaba entre semana a tostar su piel ocre en la defectuosa y torpe construcción del Metro de Quito. Carlos viajaba una hora diaria en la Central Norte y saltaba el sensor para evitar el pago de pasajes. Iba con el estómago teembloros por el café recién pasado y pan enrollado, cortesía de la madrina del almacén cercano a la parada que lo contemplaba con aflicción por no cubrir sus luceros dilatados.

Mamaní cargaba sacos de cemento con sobreprecio, emplazaba porcelanato de segunda y recubría las paredes amarillas y rojas en Quitumbe, la primera estación del subterráneo, disfrazado con casco, gafas, mascarillas y guantes.
De 8h00 a 16h00, Carlos erigía baches mientras silbaba, lujurioso, a las faldas coquetas que transitaban curiosas, afanaba hormigón para rellenar los orificios de su extinta choza y siseaba a sus compradores (entre ellos jornaleros y a Don Bosco) que la hierba los esperaría sigilosos luego del ocaso en el Centro Histórico .Carlos se deshacía de su careta de peón en una mochila negra decolorada y con el abdomen lleno de polillas por economizar en su dosis personal de estupefacientes, se dirigía a la Terminal Quitumbe a pregonar la trayectoria de los colectivos que circulaban por la Av. Simón Bolívar, los cuales tenían como destino llegar a la estación de buses Carcelén obteniendo a cambio 25 centavos por cada autobús enganchado. A la voz de venga, venga, Seis de Diciembre, Mariscal Sucre, cuidaba la espalda de las personas generosas. A quienes le brindaban chicha de jora o trozos de cerdo crujiente. A los adultos mayores les extendía la mano para poder subir o bajar del transporte. A las mujeres de amplias caderas les garantizaba una espumilla de guayaba que jamás pagaba. No obstante, era broder de los carteristas quienes le entregaban fuera de la estación, su tajada de billeteras, celulares de gama alta, media y baja, carteras de diferentes portes, texturas y bisutería sin que los pasajeros se den cuenta como prenda ante los sobres de plástico y de papel de cannabis que Carlos les proporcionaba como método de pago. Posteriormente la línea E2 en media hora trasladaba a Carlos al primer Patrimonio Cultural de la Humanidad, el Centro Histórico. Pasadas las 19H00, el aire reaparecía ácido y asfixiante. Mamaní aprovechaba la iluminación pobre y empezaba a deambular por la calle Manabí hasta la Esmeraldas. En un canguro llevaba camuflada marihuana chola separada por dosis. Una gorra negra y mascarilla intentaba ocultar su rostro marchito.

El mal olor de los urinarios ahuyentaba a los turistas, menos a los chiquillos (algunos con uniforme colegial raído) que se acercaban de forma disimulada a la serpiente. La criatura menor de edad y el dealer estrechaban manos temblorosas. El cliente percibía la sustancia con el dedo meñique y probaba un polvo blanquecino. Era hora de partir. Mamaní callejeaba al anochecer entre la basura acumulada cercana a la fachada renacentista de la Iglesia de San Francisco. Deambulaba entre las boquitas pintadas y los transexuales que se ubicaban en la calle Esmeraldas. Transitaba por la estatua de Antonio José de Sucre de la Plaza Santo Domingo, en donde era acompañado por los indigentes y alcohólicos. Nunca iba por el mismo lugar,la autoridad posaría sus botas con encono en su columna desgarbada. Carlos recorría el territorio desempeñando de mercader, tesorero y yonqui.



Vagaba con dos o tres tabacos armados de weed y cuatro o cinco dosis de maracachafa en un bolso negro para enmascarar el consumo personal. Un porcentaje de la mercancía lo ubicaba estratégicamente en baños, llantas de autos y hendijas de paredes jaspeadas, el restante había sido dado con anterioridad en una funda oscura a Paula Vallarino Dwight, su mano derecha para expender fuera del recamarín de la virgen, en la puerta secundaria de la Iglesia de Santo Domingo.
Paula, de 17 años, cabellera aleonada, grandes ojos azul añil, de pechos voluptuosos, trasero redondo, piel nívea y tersa era la intermediaria de Mamaní.Vallarino figuraba como la antítesis económica de Carlos. Desterrada de una familia de importadores automovilísticos, la micro traficante se convirtió en la afrenta de un linaje que había procurado esconder de la alta alcurnia quiteña, el desequilibrio de su hija por la droga gourmet.

Vallarino erraba como la patrona de las calles Flores, Pereira, Montufar y Rocafuerte. Una cartera Fendi colgaba de su hombro. Ésta desbordaba monedas y billetes de diferentes denominaciones, sobres de marihuana, cripy y coca. Vestía con una chaqueta de cuero auténtica que cubría su sensual contextura y los golpes que zurraba a la competencia. Paula reinaba esas arterias sin ser tanteada por la Policía. Sabía engatusarlos colocando droga gourmet en su busto para que en las madrugadas de soledad, los agentes absorbieran gratuitamente.

No obstante, había noches donde la micro traficante permanecía hasta el amanecer sentada a las afueras de la capilla de la Virgen del Rosario con su ropa empolvada, el rostro agrietado y gritando con sus pulmones semi perforados que la Virgen de Fátima le quería obligar a rezar el rosario por la conversión de sus pecados. Carlos se acomodaba a su lado, e introducía con un beso apasionado una benzodiacepina a la boca de Paula. La voz de la Inmaculada dejaba de rodar. Mamaní contaba el dinero de la noche, sobraban par de centavos para irse a un motel.

Carlos y Paula gozaban de su amor casual en el primer patrimonio cultural. Detrás de la sede del Gobierno Nacional, Mamaní despabilaba a Vallarino de los antipsicóticos con orgasmos.

A la izquierda del templo jesuita, Paula intentaba reanimar el falo laxo de Carlos luego de haber armado un porro. Fuera del Convento Santa Clara, Vallarino azotaba con un látigo en los glúteos a Carlos por que las voces le aseguraban que él no había construido los dormitorios de las monjas.

Sin embargo, había un intermediario que visitaba a Paula en las noches más gélidas. Alejandro Chicaiza, era un hombre de piel bruna, ojos aceitunados y cuerpo torneado que le facilitaba opio inyectable a grandes escalas.

Vallarino sentía esa nueva sensación de placer que con el cannabis ya no obtenía. Paula empezó a regurgitar a un lado del Monumento a la Independencia. A sufrir de sudoración abundante a pesar de estar a menos 10 grados y adolecer de dolores intensos en las rodillas.

El dinero que Paula obtenía por sus ventas de weed empezó a desaparecer. Las venas de Vallarino colapsaban, Carlos exigía respuestas. Empezó a seguirla. En la ruta de las iglesias, Paula olvidaba donde se encontraba ubicada. Sus ojos añiles se dilataban con mayor intensidad. Se tiraba de los cabellos al asegurar que los consumidores querían atacarla con estacas por la escasez de porros.

El miércoles de ceniza, cientos de feligreses esperaban en la Catedral Metropolitana que el obispo destruyese sus errores a través del polvillo de los ramos incinerados del año anterior.

La fila era inacabable. A lo lejos, fuera de la construcción estilo gótico musulmán, se escuchaban unos estallidos. Dos gatilleros disparaban en el rostro a Paula y colocaban a los costados dos serpientes de felpa.

Vallarino se desangraba mientras Carlos recogía las dosis de maracachafa que habían caído al suelo, porque debía seguir trabajando.

Viviana Garcés Vargas

Viviana Garcés-Vargas (Salinas, 1986), es escritora y periodista. Ha publicado su primer libro de cuentos, «La última pasión” (2021) Es integrante de la mesa de redacción de loscronistas.net