Mujeres invisibles en la historia oficial

Dra.Rosita Chacón Castro, Msc
En un ejercicio para recuperar la memoria colectiva de las mujeres invisibles de la Historia oficial, en una línea de tiempo y en el marco de las formas de vida del pasado donde predominaba lo masculino y la mujer estaba confinada a una vida privada-doméstica, obedeciendo a las dinámicas del poder de ese entonces, en que las acciones de guerra, las escaramuzas, las revoluciones y las sublevaciones estaban lideradas por hombres; pero, ellas estuvieron siempre presentes, brindando apoyo logístico y sanitario, donaciones de pertrechos y dinero y, hasta en el campo de batalla.

La presencia de la mujer en las crónicas históricas, si bien ha sido una constante: en la Conquista, en la Colonia, en la Independencia, en la República y en la época contemporánea, está poco documentada, relatada e incorporada, por eso es preciso releer la Historia desde otra mirada.

Los ejércitos de guarichas y carishinas

En consecuencia, iniciamos con la dauleña doña María Caiche posicionada junto a los pueblos indígenas, que resalta por el rol desempeñado (1584) asumiendo el cacicazgo de su región, impidiendo que los dauleños trabajen sin paga alguna. Su destacada participación en la defensa de Guayaquil, frente a las invasiones de comerciantes y piratas, determinó que se le encargara el gobierno de Baba y Pimocha, junto a “las cacicas indígenas María Magdalena Pudi y Juana Guare; y las encomenderas María de Magallanes en Daule y Yaguachi, María de Figueroa y Leonor de Robles”, en Guayaquil.

Enroladas eran un soldado más dentro de la organización militar, pues no había unidad, reparto o destacamento militar, que no tenga en sus filas varias “guarichas y carishinas” y más tarde, también destacarían las “garaicoas” que, en un paréntesis histórico, eran las mujeres de la familia guayaquileña Garaicoa y Calderón Garaicoa, quienes colaboraron en las campañas libertarias con su contingente y toda clase de pertrechos. Se incluyen las damas Isabel Morlás de Febres Cordero, Ana Garaicoa de Villamil, Manuela Garaicoa de Calderón, esposa del coronel cubano Francisco Calderón, patriota fusilado en Ibarra. Tuvieron cinco hijos: el capitán Abdón Calderón, joven héroe de la Batalla de Pichincha y el alférez de fragata Francisco Calderón, el primero alistado a las tropas de Infantería del Batallón Yaguachi y, el segundo alistado en la naciente Marina de Guerra. Permaneció al lado de sus hijas: María de las Mercedes, María del Carmen (“La Gloriosa”) y Baltazara Josefa Calderón Garaicoa, esposa de don Vicente Rocafuerte.

Retomando este primer momento histórico, son éstas mujeres anónimas las que conformaban los “ejércitos de guarichas y carishinas”, participaron en los levantamientos e insurgencias sociales e interraciales de la Colonia, surgiendo entre la multitud las damas Jacinta Juárez y Lorenza Peña, librando trifulcas contra los “diezmeros”, liderando a hombres, lanzando diatribas feroces, que hicieron temer a aquellos que protegían los intereses de la Corona Española, como el hecho de que doña Teresa Logroño emitiera un panfleto agresivo para la época, que evidenciaba que una mujer indígena sabía leer y escribir, con un contenido que exteriorizaba el repudio al conquistador, por los daños infringidos y la posibilidad de una venganza planificada.

Surge la presencia de doña Ana de Peralta “La Rebelde” de acomodada posición social, pero indignada y descontenta por lo que veía a su alrededor, los escandalosos privilegios de los españoles y criollos y, la esclavitud de los indígenas y afrodescendientes. La señalaban como “mestiza de mal vivir”, porque su vestimenta era indígena, pero con ciertas adecuaciones atrevidas. Mal vista por la sociedad, pese a que la “vida licenciosa se extendía por toda la Audiencia, azuzada por los españoles y su trato carnal con las indígenas”, el Presidente de la Real Audiencia, en 1647, dispuso el siguiente Auto de Gobierno: “Mando que las dichas mestizas no vistan de ningún género de seda, ni guarnecida de oro, ni se pongan ningunas joyas, arrancas o perlas, ni traigan guardainfantes ni polleras debajo, ni paños con puntos, so pena de padecimiento de lo que así trajesen en contravención a este auto”. Inconforme con esta disposición, organiza una revuelta en las calles acompañada de mujeres mestizas e indígenas sediciosas, vestidas de acuerdo a la costumbre y portando cuchillos, tijeras, planchas de carbón, palos, piedras y una que otra pistola, reclamando su derecho a utilizar la vestimenta que desearen ya que, a las damas de la nobleza española no se les cuestionaba o prohibía utilizarlas. Nada pudieron hacer los españoles, porque muchas de ellas eran esposas o convivientes de los soldados.

Para marzo de 1764, en la jurisdicción del Corregimiento de Riobamba, se pretendió implantar “la numeración de indios” y a “ponerles aduana”, para incrementar la mano de obra en las mitas y obrajes

Resaltan en este episodio histórico las mujeres indígenas, entre ellas Baltazara y Manuela Chivisa las “hermanas mártires” (1776), que enfrentaron a la caravana empadronadora. Persiguieron a las hermanas Chivisa, hasta acorralarlas en el río. Sin fórmula de juicio, el Corregidor, ordenó la horca, para los primeros apresados. Los demás, fueron conducidos a la cárcel de Guano y luego a la de Riobamba, acompañado de jornadas de hambruna y torturas. Les instauraron juicios y dieron por sentencia, la pena de muerte en la horca, con especial dedicatoria a Baltazara Chivisa “su cabeza y manos se exhibieron en Guamote para escarmiento; a la otra, su hermana Manuela, se le castigó con doscientos azotes que los recibió caminando, luego de rodillas y, por fin, arrastrándole por las calles de la Villa. Se le ordenó ejecutar cuatro años de servicio a ración sin sueldo, en los obrajes o en las obras públicas y, considerada de por vida “rea infame”.

Casi un año después, el 11 de octubre de 1777, la misma ordenanza se pretendió imponer en el Corregimiento de Otavalo, que obligó la presencia del Presidente de la Audiencia, quien impuso sendos castigos a los amotinados. De la sentencia, recogemos algunos nombres: Antonia Salazar, María Juana Cotacuche, Rita Piñán, Teresa y Antonia Tamayo, Petrona Pineda, Baltazara Méndez, Liberata Otavalo y Petrona Monrroy, se les rodea en la plaza y se les cortará el pelo tratándoles en adelante como a indias baladíes (…) a Clara Guarara, Rita Guacán y a Gregoria Sánches, se les rapara la cabeza y cejas y servirán un año en uno de los obrajes de Latacunga (…) A Felipa Avilés, Francisca Chávez y Manuela Anrrango, se les cortará el pelo y se les darán veinte y cinco azotes”.

Para el 2 de mayo de 1780, se produce el levantamiento indígena en Guasuntos, extendiéndose a las poblaciones de Quisapincha, Baños, Píllaro, Quillán y otros sectores, en la jurisdicción de Ambato y son sentenciadas como cabecillas “a Martina Gómez por la convocatoria que hizo tocando arrebato a doscientos azotes, a Juana Sánchez, Andrea Velastiguí, en cien azotes cada una, a Balentina Balseca, a cincuenta azotes; las tres primeras, que se les darán por las calles acostumbradas por el verdugo, y mando le rapen la cabeza y cejas a la primera para escarmiento (…)”.

Estos levantamientos, impulsan y motivan en cascada otras rebeliones indígenas, en Licto, Punín, Guamote y Columbe, a inicios de 1803, por el cobro de los “diezmos” o “reales tributos”, los cuales fueron reprimidos cruelmente. Sobresalen por su participación valiente, las mujeres indígenas Lorenza Avemañay, Jacinta Juárez y Lorenza Peña, posteriormente sentenciadas a muerte. Las dos primeras fueron ahorcadas el 29 de octubre de 1803; y, a la tercera el 12 de mayo de 1804, aplazándole la pena debido a su estado de gestación.

Las mujeres de la Independencia

Producido el movimiento emancipador del 10 de agosto de 1809, los patriotas organizan “La Falange” afincando tropas para contener a los realistas, que venían de Santa Fe, Popayán y Pasto. El  16 de octubre de 1809, se produce el combate de Funes, triunfo realista, donde resaltan las figuras de las eternas combatientes quiteñas, que fueron tomadas prisioneras,  las damas: Beatriz Molina y María Molina, junto a sus hijas Josefa Guerra, Casimira Guerra, Ignacia Rocha y Dominga Vinuesa.

Mujeres extraordinarias, formando parte de la Falange libertaria, organizadas por doña María Manuela Ontaneda y Larraín y conformadas por pulperas (taberneras) y costureras, las damas Josefa Escarcha, María de la Cruz Vieyra y otras, conocidas por sus sobrenombres: “La Costalona”, “La Terrona”, “La Monja” y “La Pallaschca”.

Quito, es ocupada por los realistas del general Toribio Montes, porque muchos de los patriotas habían abandonado la ciudad, uno de ellos fue don Nicolás De la Peña Maldonado y su esposa doña Rosa Zárate,  fueron apresados en Tumaco y luego decapitados .Su  hijo, el teniente coronel Francisco Antonio De la Peña Zárate, seguidor de las ideas revolucionarias de sus padres, murió asesinado el 2 de agosto de 1810.

A la par, la dama criolla Rosa Montúfar y Larrea, esposa del coronel Vicente Aguirre, único miembro de la familia noble, que no había sido apresada, abogaba por la libertad de sus familiares, organizando el expediente con documentos y alegatos, invocando su inocencia, salvando la vida y el honor de su padre, hermano y tío; apoyó y auxilió al Ejército en Guayaquil, al mando del general Antonio José de Sucre. Conjuntamente, con un grupo de mujeres del pueblo, apoyaron la fuga de los patriotas presos, vestidos de mujeres y burlando la guardia, para esconderlos en cementerios, conventos y otros lugares insospechados. Ayudó a huir al general Mires y a otros oficiales del Ejército Libertador; persuadió la deserción de los soldados realistas; con su financiamiento activó a dos compañías del Batallón Santander y a la Columna de Angamarca; recogió a los sobrevivientes de Huachi y a los soldados de la División Libertadora en la hacienda de Chillo. Fue apresada y expulsada de la ciudad, pero escapó y regresó a Quito, disfrazada de fraile. Organizó la defensa de la ciudad, en contra de las tropas del general Montes.

Otra  de las mujeres que está presente en las luchas independentistas, es doña María Ontaneda y Larraín, muy cercana a otras participantes activas como doña Rosa Montúfar y su familia, en una suerte de vidas entrelazadas también con doña Rosa Zárate que, ante la presencia y toma de la ciudad, por el general Montes y sus tropas, se ve obligada a emigrar a Ibarra, conjuntamente, con su séquito de mujeres, empáticas con los patriotas. Posteriormente, capturada por los soldados del general Juan Sámano, en circunstancias que cae del caballo en que pretendía alejarse de la ciudad, es apresada y conducida a un convento de la Villa y sus bienes confiscados. Tiempo después, por intermedio de su padre Abogado de la Real Audiencia, logra guardar confinamiento en el valle de Los Chillos.

Hechos como estos ocurrían en otras ciudades como Latacunga, Ambato, Guaranda, Riobamba, Ibarra, Tulcán, cientos de mujeres anónimas apoyaban con sus bienes, dinero y su presencia, cuando los jefes patriotas y sus tropas en las campañas libertadoras, trajinaban por sus jurisdicciones, brindándoles apoyo logístico, de transporte y movilización, guías, espionaje, incorporación de milicianos a sus filas, suplían en las guardias la ausencia de los hombres, adaptándose a esas agotadoras fatigas.

Las “carishinas” de la Batalla de Pichincha

En contraste y contrapartida de las actuaciones de otras mujeres intelectuales de la época, que dejaron su vida privada para dar un salto a lo público como educadoras, letradas, periodistas, artistas, voluntarias o políticas y participar en ciertas actividades económicas, administrativas y logísticas; hubo, otro grupo de mujeres que participaron en el campo de batalla. Las esposas, parejas y compañeras de los soldados, frecuentemente marchaban con las tropas, para proveer compañía y apoyo logístico en las campañas. Preparaban “en la avanzada” los campamentos y las comidas, cuidaban a los enfermos y heridos y cuando era necesario empuñaban las armas, pese a estar expuestas a las mismas hostilidades que los hombres, era el “ejército de las guarichas y carishinas”, que seguían a los soldados, durante las campañas independentistas.

Merecen una mención especial y de visibilización tres mujeres combatientes, vistiendo ropas de soldado y asumiendo identidades masculinas, que se alistaron en el Ejército Libertador, acantonado en el cuartel de Babahoyo, el 21 de agosto de 1821, con los nombres de Manuel Jurado, Manuel Jiménez y Manuel Esparza; pero, en realidad eran las damas: Nicolasa Jurado, Inés Jiménez y Gertudris Esparza, heroínas de la Batalla de Pichincha, que participaron también en las batallas de Junín y de Ayacucho.

Pretendiendo individualizar a cada una de ellas, iniciar con doña Nicolasa Jurado, joven lojana. Herida de gravedad en la Batalla de Pichincha, los soldados se percataron al revisar su herida cerca del pecho, su condición de mujer y, ante cuya presencia el general Antonio José de Sucre, solo pudo reconocer su enorme coraje y valor en el campo de batalla, ascendiéndola públicamente al grado de Sargento.

De doña Inés María Jiménez natural de Loja, junto a la pillareña doña Gertrudis Esparza, combatieron en Pichincha y siguieron combatiendo y acompañando al general Antonio José de Sucre hasta la Batalla de Ayacucho, y luego del glorioso triunfo, descubrieron que eran mujeres-soldados, lo que enalteció aún más sus condecoraciones y reconocimientos.

Mujeres en la época republicana

Después de la gesta independentista, principian los tiempos de consolidación de la República e inicia la conflictividad entre conservadores y liberales, donde la figura de la mujer resurge: en la toma de Punín (1871) doña Manuela León, al frente del pueblo convocado dio un grito como señal convenida con los rebeldes para incendiar la población y evitar que caiga en manos de las tropas conservadoras. “Mama Pebeta”, carishina liberal, junto a las damas Mercedes y Josefina Ribadeneira que bajo sus vestidos transportaban armas, para entregar a sus compañeros de lucha, en Tulcán; y, la “Chuquirahua”, mujer campesina, que defendió su pensamiento que era el mismo del Viejo Luchador.

En 1876 en Guayaquil, se produce la revolución en contra del Presidente de la República y, la sublevación del general Ignacio de Veintimilla, entonces aparece la figura femenina de doña María Matilde Gamarra de Hidalgo, apodada la “Ñata Gamarra”, que donó su fortuna y bienes a disposición de los revolucionarios. Igual proceder, lo tuvo años más tarde en 1883, cuando sin vacilaciones se convierte en los brazos operativos del liberalismo; y, en 1884, forma parte de las montoneras revolucionarias. Envió a su hijo Eduardo, con suficiente dinero, en un barco fletado a Centroamérica (Nicaragua) para que traiga de regreso al general Eloy Alfaro y asuma el mando de la Revolución de 1895.

Le sigue, otra valiente mujer, la manabita Coronel Filomena Chávez Mora de Duque que, desde muy joven, se identificó con los postulados del liberalismo. ocupaba un lugar en las huestes “conchistas”, que pretendían castigar a los culpables de la muerte del general Alfaro, lamentablemente cayó prisionera, en un breve combate en el sitio “Los Claveles” cerca de Jipijapa. Le costó su derrota y apresamiento, siendo liberada tras el armisticio aprobado por el Presidente de la República. Junto a ella, merecen ser nombradas las damas: Dolores Vela de Veintimilla, Rosa Villafuerte de Castillo, Delia Montero Maridueña, Maclovia Lavayen, Ana María Merchán Delgado, sobresaliendo doña Sofía Moreira de Sabando (esposa del Coronel Sabando).

Surge, el nombre de la quiteña doña Juana María Miranda, quien obtuvo el grado de Sargento Mayor. Participó como “enfermera de campaña con los cirujanos militares en el combate de Galte -en las cercanías de Riobamba- el 14 de diciembre de 1876”. En 1898, durante el primer gobierno del general Alfaro, como obstetra conjuntamente con el doctor Ricardo Ortiz, fundan y organizan la Maternidad de Quito.

Cabe  exaltar el nombre de aquellas mujeres que participaron en estas acciones de armas, pero desde el lado conservador, como las conocidas “cholas cuencanas”, sobresaliendo por su actividad beligerante doña Zoila Vega Muñoz, Rosario Crespo, Herlinda Toral de Pozo, Pepa Carrera, Cruz Vásquez, y  la “zapatera” Bahamonde.

Decidido apoyo, antes del pronunciamiento de Guayaquil, lo hicieron tres mujeres temerarias combatientes liberales guarandeñas: la primera, la coronel Joaquina Galarza de Larrea, colaborando con las “montoneras”, con su propio peculio. Por su participación y méritos en estas acciones de armas, el propio general Eloy Alfaro, la ascendió al grado de Coronel. Su letra (pensión) de retiro, la obtuvo hasta 1912. La segunda, doña Leticia Montenegro de Durango, combate en Quito el 10 de enero de 1883 y la tercera doña Felicia Solano de Vizuete, actuando frente a la amenaza del Ministro de Guerra don Cornelio Vernaza de tomar el poder, lidera las tropas revolucionarias, venciendo en la contienda y logra la renuncia del ministro sublevado. Al año siguiente, defendería en solitario el Palacio, siendo apresada y detenida, hasta septiembre de 1883. Cayeron prisioneras y fueron desterradas.

Las tres populares “Marías”

El 5 de julio de 1941, se producen los primeros combates en el cordón fronterizo sur, frente a lo cual, el fervor cívico y patriótico del pueblo ecuatoriano reacciona, se organiza en jornadas de manifestaciones, para al día siguiente, recorrer las calles céntricas de Quito, en caravanas, vivando en favor de la Patria y condenando la incursión peruana.

Resaltar particularmente, que las mujeres estudiantes de enfermería ofrecían marchar al frente de batalla. Se sumarían también las mujeres guayaquileñas, para “formar una unidad del ejército para combatir en la frontera”, atendiendo la convocatoria de la “Madrina de Guerra» doña Cleopatra Espinosa de Santamaría.

La real presencia contemporánea de la mujer en los campos de batallas, se da a propósito de la invasión peruana del año 1941 en la provincia del El Oro, en el sector de El Cruce; un destacamento, al mando del teniente Jorge Chiriboga, que debía controlar la vía hacia Puyango y Zapallal. Producida la incursión, los destacamentos resisten heroicamente, pero abrumados en número y en medios, son obligados a retirarse, es en estas circunstancias, en la que aparece la figura femenina como aliada del soldado y parte activa y efectiva de la guarnición militar. Eran las damas María Angulo, María Ayala y María Jara, que colaboraron primero en la defensa del destacamento militar y luego en la honrosa retirada.

En este mismo período, “la mujer ecuatoriana tuvo destacada, patriótica y valiente actuación en la frontera sur en el trágico año de 1941”, fueron las damas Victoria de Cueva Celi, Enriqueta Burneo, Zoila Jaramillo Alvarado, Victoria Vélez, Rosario Unda de Castillo, Rosario Paredes y María Luisa Díaz.

Es la muerte de la profesora doña Zoila Esperanza Crespo, el 30 de julio de 1941, la que señala la activa participación de la mujer, apoyando y comulgando con el Ejército Ecuatoriano, producto de momentos y circunstancias especiales históricas, para dar paso a un nuevo período de visibilización de la mujer, sin pretender forzar o forjar “heroínas”, para compensar las omisiones históricas.

Finalmente, cierro este relato con la ilustre dama Virginia Riofrío Burneo de espíritu noble, desinteresado, generoso y de apoyo a la niñez y juventud lojana. Practicó la religión católica durante toda su vida y se preocupó y apoyó a los grupos más vulnerables y estaba convencida que uno de los caminos para salir de este círculo de pobreza era la educación católica en los distintos niveles, particularmente la educación superior que les brinde una oportunidad para ser profesionales y mejorar su calidad de vida. La benefactora realizó actos de donación primero un terreno a los Hermanos de La Salle y luego unos terrenos a la comunidad religiosa de los Hermanos Maristas, quienes progresivamente construyeron aulas y edificios que ahora forman parte de la Universidad Técnica Particular de Loja.

Narrativa histórica inacabada, que resalta nuevas historias de vida de mujeres que nos inspiran, aun cuando muchas sean desconocidas, teniendo siempre presente el mensaje de que cuando la Patria ha sido amenaza por enemigos internos o externos, las mujeres civiles y militares han salido a defenderla con vehemencia y valentía; dejando constancia reverencial, que el legado generacional femenino debe estar siempre en nuestra memoria colectiva, asumiendo generosamente como propias y justas las aspiraciones de reivindicación en la historia oficial y militar.

Dra.Rosita Chacón Castro, Msc

Mayor de Justicia en Servicio Pasivo

Académica de Número y Fundadora de la Academia Nacional de Historia Militar