MÁS ALLÁ DE LA UTOPÍA: LA NOVELA DISTÓPICA

INTRODUCCIÓN: Hablar de literatura y dentro de ella de la novela distópica es fascinante. Sin embargo, antes de entrar en este tema, quisiera hacer unos breves comentarios sobre la novela en general.

Como género literario, la novela es un amplio y complejo mosaico compuesto de una serie de subgéneros. Ello se debe a que la novela no conoce más linderos que la imaginación del escritor, por lo cual podemos decir que el ámbito de la novela es «ilimitado». Hoy mismo se hacen nuevos géneros de novelas y aunque junto a ellas proliferan telenovelas, radionovelas y cine-novelas, ninguna de ellas –para fortuna de los lectores– ha destronado a la novela escrita, de cualquier subgénero de que se trate.

VITALIDAD DE LA NOVELA

Debido a la continua expansión del magma narrativo, los críticos nunca tuvieron tiempo de ocuparse demasiado, ni con buenos argumentos, de lo que los más pesimistas llamaron a finales del siglo XIX «la crisis de la novela». Algunos fueron incluso más lejos y proclamaron su «muerte». No obstante, muy pronto se demostró que la llamada «crisis» o «muerte» de la novela no era sino una tregua reflexiva y necesaria para la reinvención de esta. Así, innovadoras y audaces formas de novela empezaron a abrirse un espacio propio en la literatura.

Y es que cuando una novela es «buena» –es decir, cuando cumple el papel fundamental de reinventar la realidad–, poco le importa al lector, absorto en el poder sugestivo de la ficción, dilucidar aspectos de orden teórico, como el de saber si la novela que está leyendo es costumbrista, histórica, negra, ucrónica o distópica. Tampoco los autores se encargan necesariamente de encasillar dentro de esas denominaciones a sus obras de ficción.

Toda novela lleva dentro el tejido sutil de su propia construcción, el texto oculto que corresponde al lector imaginar. Hemingway desarrolló su propia teoría al respecto: la «teoría del iceberg», es decir, revelar solo la fracción visible y flotante de la obra, a sabiendas de que esta se sostiene en la masa sumergida.

Ello aparte, lo que al lector le interesa, lo que acaba por cautivarle y hacerle cómplice absoluto de la historia narrada es que el «pacto de connivencia», o la transgresión artística de las reglas de la realidad neta, funcione a lo largo de la narración. Dicho pacto –regla sagrada del juego ficcional– puede cifrarse en los siguientes términos coloquiales: «tú me vas a contar una mentira y yo voy a creer en ella, siempre y cuando sea una mentira convincente».
Y así, si un escritor como Kafka escribe: «Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo y se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto», nos creemos el cuento porque aquella tamaña mentira kafkiana se articula en forma coherente y parece insólitamente «cierta» a lo largo y ancho de su relato. En su libro La verdad de las mentiras, Vargas Llosa escribe al respecto:

«Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque “decir la verdad” para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y “mentir”, ser incapaz de lograr esa superchería (…). [J] jugar a las mentiras, como juegan el autor de una ficción y su lector (…), es preservar un espacio propio de libertad, una ciudadela fuera del control del poder (…)» [Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona: 1990, pp. 10 y 19-20].

SIGNIFICADO DEL TÉRMINO DISPOTÍA

Yendo al tema central de este artículo, la «distopía» no es sino lo contrario de la «utopía». Mientras la «utopía» apunta hacia un ideal inalcanzable –como La República de Platón gobernada solo por hombres sabios y buenos–, la «distopía» es la representación de una realidad indeseable, anti-utópica –como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, donde la gente parece alcanzar un engañoso estado de felicidad, a cambio de perder valores esenciales, como la familia, la libertad y la diversidad cultural–.

Es apenas poco tiempo atrás que el término «distopía» fue formalmente incorporado en el Diccionario de la Real Academia Española, a propuesta –según leí en una reciente entrevista de prensa– del escritor José María Merino, miembro numerario de dicha Academia, con estas palabras:
«1.f.Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana».
(La propuesta original hablaba de «alienación moral», mas no entraremos en este hipotético debate).

LA DISTOPÍA LITERARIA

La novela distópica es un género de particular interés dentro de la literatura debido a su impacto social y político. En efecto, las primeras novelas distópicas tuvieron la capacidad de anticipar, casi proféticamente, los peligros de las ideologías totalitaristas de izquierda o de derecha y su deriva hacia sistemas perjudiciales para las libertades sociales e individuales.

La novela Nosotros, del ruso Yevgueni Zamiatin –escrita en 1922–, describe una ciudad de cristal y acero, llamada «Estado Único», donde la vida de los habitantes transcurre sometida a la inflexible autoridad del «Bienhechor». Los «ciudadanos-número» trabajan con horarios fijos, siempre a la vista de todos, sin vida privada. El «yo» individual se diluye y se funde irreversiblemente en un «nosotros».
Luego de esta novela, en Inglaterra y Estados Unidos aparecieron otras tres de semejante naturaleza y de mayor calidad literaria: Un mundo feliz, de Aldous Huxley;1984, de George Orwell; y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Estas novelas abordaron temas fascinantes y terribles, como la explotación eugenésica, el totalitarismo omnisciente y la quema de libros.

Si bien toda obra de ficción es rebelde y contestaría ―en cuanto cuestiona y transgrede la realidad―, la novela distópica tiene la intención manifiesta de serlo de un modo concreto y específico. Actúa como denuncia o alerta temprana de formas aberrantes y sofisticadas de poder destinadas a someter a los individuos a la férula de Estado o de un tirano.
Sin embargo –y esto es muy importante aclarar―, no se trata en modo alguno de una literatura «partidista» (no se me ocurre que haya lugar para ella en la literatura), sino de un género de novela alegórica que intenta desentrañar –desde la ficción– los efectos alienantes del poder omnímodo sobre la condición humana.

Por ello no es extraño que la novela distópica se haya inspirado también en los regímenes autocráticos de nuestro continente, donde ciertas formas delirantes de neopopulismo pregonan estados de engañosa felicidad –es decir distopías–, que terminan causando la desgracia de sus pueblos. Sus mesiánicos e iluminados líderes crean ministerios de la Abundancia, de la Felicidad, del Bienestar, de la Verdad y otros parecidos, a través de los cuales manipulan la información y ejercen la represión. Todo está regulado por el poder central, el cual ejerce una vigilancia total, «panóptica», sobre los ciudadanos, al mejor estilo de lo descrito por Michel Foucault en su obra Vigilar y castigar.

En ese contexto, nuestra misma realidad regional exhibe personajes verdaderamente novelescos, como aquel obstinado gobernante que proclama estar conduciendo a su pueblo a la felicidad dentro de un nuevo Estado socialista, siguiendo las instrucciones que le dicta su mentor muerto, reencarnado en un pajarito. Frente a manifestaciones semejantes, los escritores tienen poco que inventar al momento de trasladar a sus novelas esa realidad rocambolesca. Lo mismo sucedió, en su momento, con el «realismo mágico». García Márquez dijo no haberlo inventado, sino haberse limitado a escribir sobre una realidad en la que ocurrían cosas aparentemente extrañas para un ojo ajeno, pero absolutamente normales para los habitantes de Macondo y sus alrededores.

ORWELL: LA REBELIÓN EL LA GRANJA

De las novelas distópicas de la literatura, una de las más relevantes, sin duda, es La rebelión en la granja, de George Orwell.

Escrita en 1943, cuando los bombarderos nazis fustigaban Londres y Stalin se encontraba en pleno apogeo en la Unión Soviética, esta obra es notable no solo por su brevedad y contundencia, sino también por las vicisitudes que rodearon su publicación.

En esos días George Orwell ya era un conocido escritor británico y activista político de izquierdas. Había colaborado con los republicanos en la Guerra Civil española y mantenía una controversial columna literaria en el periódico inglés Tribune.

Intelectual de profundas convicciones democráticas, Orwell combatió duramente el totalitarismo y quiso dejar en esta novela un testimonio literario sobre la Revolución Rusa y su involución hacia el régimen estalinista. Sin embargo, tuvo muchísimos problemas para conseguir que se la publicaran, pese a la clave paródica en que estaba escrita.

Al principio, Orwell pensó que esas dificultades tenían que ver con sus críticas al conformismo de muchos intelectuales frente a lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética bajo el mando absolutista de Stalin. El artículo que publicó en Tribune a fines de 1944 fue durísimo y admonitorio, y todavía hoy resuena con la fuerza de un oráculo:

«¡Ante todo, un aviso a los periodistas ingleses de izquierda y a los intelectuales en general: recuerden que la deshonestidad y la cobardía siempre se pagan! No vayan a creerse que pueden estar haciendo de serviles propagandistas del régimen soviético o de otro cualquiera durante años y después pueden volver repentinamente a la honestidad intelectual (…)» [Bernard Crick, “Cómo fue escrito el prólogo”, edición española de la Rebelión en la granja, Ediciones Destino S.A., España, 2010, p. 17].

Pero, ¿fueron esas las únicas razones que explican la reticencia de los editores a publicar esa novela de Orwell? No: hubo otras menos prosaicas. Dado que en Inglaterra el criterio de autocensura quedaba librado al juicio y responsabilidad de quienes publicaban los textos, a los editores les preocupaba que el libro pudiera ser «mal visto» por las autoridades británicas, pues ―según escribió uno de ellos― «nada parecía importar tanto al mundo en ese momento como la amistad anglo-rusa y la cooperación entre los dos países» [Crick, p. 17].

Pero había otra cosa: los editores temían también represalias «externas» frente a libros o novelas contra los tiranos del momento (Stalin, Mussolini o Hitler), aun en el hipotético caso de que se publicaran bajo pseudónimo.

«Es sabido –escribió Orwell al respecto– que la Gestapo tiene equipos de críticos literarios cuya misión es determinar, por medio de análisis y comparaciones estilísticas, la paternidad de los panfletos anónimos. Yo he pensado muchas veces –agrega con ironía– que, aplicado a una buena causa, ésta sería exactamente la clase de trabajo que a mí me gustaría hacer» [Crick, p. 9].

Por esas razones y otras –algunos editores pretextaron incluso la brevedad del manuscrito de apenas un centenar de páginas–, la publicación de la novela se iba postergando. Orwell estaba exasperado. Más todavía cuando su amigo, el poeta T. S. Eliot –excompañero suyo en Eaton– no quiso comprometerse a recomendar la publicación de la novela.

«Estamos de acuerdo –trató de justificarse Eliot en una lánguida y acomodaticia carta– en que la novela es una destacada obra literaria y que la fábula está muy inteligentemente llevada gracias a una habilidad narrativa que descansa en su propia sencillez, cosa que muy pocos autores han logrado desde Gulliver (…), pero dudo de si el punto de vista que ofrece es el más apto para criticar en el momento presente la situación política» [Crick, p. 17].

Sin embargo, ni siquiera aquello del «punto de vista» narrativo no resultó ser toda la verdad. Solo en una carta posterior, su editor le reveló la sorprendente razón para demorar la publicación del célebre relato: había «consultado» el tema con un alto funcionario del ministerio británico de Información y este, tras advertirle del peligro de publicar una fábula que, si bien no mencionaba a Stalin, seguía «fielmente el curso histórico de la Rusia de los Soviets», le había insinuado que la novela sería, en todo caso, «menos ofensiva si la casta dominante que aparece en la fábula no fuera la de los cerdos» (George Orwell, “La libertad de prensa», prólogo a la edición española de La rebelión en la granja, Ediciones Destino S.A., España, 2010, p. 26).

Por supuesto, Orwell no cambió ni una sola línea de la novela y el editor terminó publicándola en 1945 pues, pese a todo reparo, estaba consciente de que esta breve y aparentemente inofensiva fábula se convertiría ―como en efecto ocurrió― en una denuncia intemporal y sin concesiones contra toda forma de totalitarismo y de la corrupción que inevitablemente le acompaña.

El tema de dicha la novela es, en apariencia, simple. Los animales de la Granja Manor –nombre figurado de Rusia– se rebelan un día contra el orden establecido y, con la complicidad de la mayoría –sobre todo de las ovejas y de las gallinas–, se someten al nuevo poder liderado por los cerdos. De entre ellos emerge el verraco Napoleón, que terminará dominando a todos en forma absoluta y cruel.

La rebelión en la granja demostró que una novela distópica –aunque entonces ese nombre no existía ni se aplicaba, por tanto, a la literatura narrativa– no necesita ser ni breve ni larga para, si está bien concebida y escrita, constituir una bomba literaria devastadora. Este símil viene al caso debido al hecho coincidente de que La rebelión en la granja se publicó en agosto de 1945, es decir, en el mismo mes y año en que estalló la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki.

PODER DE LA NOVELA DISTÓPICA
Con su novela ―una alegre fábula de cerditos contra granjeros que, en su versión de dibujos animados, disfrutan todos los niños del mundo―, Orwell reivindicó, una vez más, el poder insustituible de la literatura para denunciar las peores pesadillas de la historia y para sacar a los tiranos de sus cuevas y refugios. He ahí la fuerza metaliteraria de la novela distópica como género literario, la cual, como toda novela, lo hace de una manera propia y singular porque, según el autor de la Ciudad y los perros:
«[L]a literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar (…). Porque los fraudes, embaucos y exageraciones de la literatura narrativa sirven para expresar verdades profundas e inquietantes que sólo de esta manera (…) ven la luz» (Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 1990, p. 14).

UNA REFLEXIÓN FINAL

Una reflexión final. Al comienzo de breve artículo dije que la «distopía» era lo contrario de la «utopía». Sin embargo, hay una pequeña, aterradora diferencia entre ambas: mientras la «utopía» nos pinta un mundo imposible ―por ideal e inalcanzable―, la «distopía» es capaz de anticipar o revelar sociedades en donde la subversión de los valores sí es posible, para infortunio de los seres humanos.

*JAIME MARCHÁN
ESCRITOR
MIEMBRO DE NÚMERO DE LA ACADEMIA ECUATORIANA DE LA LENGUA.