Villavicencio: virtudes y misterios de un genuino hijo de esta tierra

Autor: Daniel Márquez | RS 80


Ecuador vive una guerra civil hace ya un buen tiempo. El problema es que nos cuesta aceptarlo porque, tal y como sucede en los conflictos contemporáneos, los bandos son difusos y en el fondo nadie sabe en verdad para quién trabaja.

Se podría decir que Fernando Villavicencio no se llevó nada a la tumba. Todas sus denuncias, hasta las más estremecedoras, fueron públicas y ampliamente divulgadas. Sus defectos eran ampliamente conocidos. Era un hombre jactancioso, lo que lo hacía doblemente aborrecido por sus adversarios y sembraba en sus enemigos un deseo irresistible de verlo caer. Era imprudente al momento de hacerse enemigos; se abría demasiados frentes, la emprendía contra medio mundo y pueden contarse con los dedos de una mano los grupos de poder —políticos, económicos o criminales— que se cuidó de atacar.

Sin embargo, sus virtudes eran igualmente pronunciadas. Era dueño de una valentía descomunal, absolutamente fuera de lugar en nuestro medio. No tenía problema alguno en mencionar nombres y denunciar hechos que el resto de personas no se atrevían ni a musitar. Hablaba, a viva voz, de cuestiones que, en otras circunstancias, la gente solo se hubiera atrevido a mencionar entre cuatro paredes, a medias y con desconfianza. Era, además, legítimamente ecuatoriano. Su vida, su origen, su formación eran las de un genuino hijo de esta tierra, algo inusual en estos tiempos de políticos de colegios internacionales, dobles ciudadanías, posgrados afuera, apellidos europeos o moldeados por oenegés extranjeras; comprendía la psicología del país y eso le daba una inmensa ventaja al tener que tratar con esa infantería del sector público o de los movimientos políticos, y lo convertía en un interlocutor muy valioso para fuerzas externas que querían tratar con el país.

Hombre de fuentes reservadas y privilegiadas

Aunque quizás hubiese sido más justo definirlo como un contendiente por el poder, una especie de cortesano contemporáneo permanente envuelto en intrigas, Villavicencio se definía a sí mismo como periodista. Y, como buen periodista, el único secreto que sí se llevó a la tumba fue el de quiénes eran sus fuentes. Nunca quedó claro quiénes lo ayudaban ni para quién verdaderamente trabajaba; una interrogante inevitable cuando se tiene en cuenta el calibre de información que manejaba.

Era un sujeto estremecedoramente bien informado. Sus enemigos tenían en común, además de la inquina contra él, el no entender de dónde demonios se había sacado esa información sobre ellos. Investigaciones policiales archivadas, movimientos bancarios en cuentas extranjeras, fotografías de reuniones privadas, expedientes de la justicia de otros países, documentos públicos reservados, detalles de empresas domiciliadas en el extranjero, etc. Muchas de las grandes “investigaciones” de otros periodistas se construyeron sobre las migajas que Villavicencio les daba y hasta la justicia terminó malacostumbrándose a depender de la información que les facilitaba. Y les quedaba el temor de que siempre tenía más, que algo se había guardado.

El único obstáculo grave que enfrentaba era la complejidad de la corrupción y del crimen organizado de los tiempos de hoy. Además de bien informado, era paciente y no tenía problema en sumergirse en grandes volúmenes de información hasta terminar de comprender los enrevesados esquemas delictivos por medio de los cuales se le ordeñaban decenas, cientos de millones de dólares sostenidamente al país. El problema es que el resto del país no tenía la capacidad, el tiempo ni la paciencia para entenderlos también. La masa solo quería escuchar cosas como “Correa robó” o “Banquero corrupto”. Los fiscales y jueces del país carecían de la inteligencia, tecnología y formación necesarias. Sus colegas periodistas, en su mayoría, no tenían el tiempo ni la fe necesarios para estudiar y entender esquemas tan profundamente deprimentes. Todo lo que denunció está publicado y registrado. Cualquiera que tenga el tiempo, la capacidad, concentración y el hígado necesarios, pues sus colegas asambleístas y la justicia del país nunca lo hicieron, puede tomarse el tiempo de estudiar y entender los nombres de los señalados, no hace falta repetirlos (tampoco es bueno andar mencionándolos, pues se ha vuelto peligroso). También quedaron registrados todos los que lo llamaron “extorsionador”, “cobra por hablar y cobra por callar”, “Villanocencio”, “mercenario”, “chantajista”, “fifirisnais”, etc; sin embargo, los más asustadores son los que, pese a que los acusó, nunca aparecieron, nunca reaccionaron, nunca dijeron nada, nunca respondieron. Solo permanecieron callados. Hasta que hablaron fuerte esa tarde en la avenida Gaspar de Villaroel.

¿Quién lo mató?

Es posible que los ejecutores de su asesinato hayan sido los grupos del narcotráfico. Sin embargo, las propias investigaciones de Villavicencio ayudaban a entender que los políticos corruptos y los narcotraficantes no eran más que simples marionetas, apéndices de grupos mucho mayores, que se nutrían de la riqueza energética, minera, portuaria, financiera del país y, sobre todo, del trabajo de los ecuatorianos, del que se apoderaban por medio del saqueo organizado de las finanzas públicas. El Estado podría triturar al narcotráfico si quisiera. Dos años bastarían para, con una nueva doctrina y el entrenamiento apropiado, formar la gente necesaria para aniquilar a todos esas hordas de toxicómanos de baja escolaridad y costumbres bestiales. ¿Por qué no lo hace? Porque a nadie le conviene. Porque esa masa de efectivo que día a día las bandas extorsionan a los presos, a los negocios vacunados, o que recaudan traficando combustible y vendiendo en el microtráfico sostiene nuestra economía. Ese dinero es el que echa a andar todos esos pequeños negocios que desafían la aritmética, que se destina a sobornos cuyos recipientes después lo lavan pacientemente, que se transforma en oro ilegal para su almacenamiento y transporte, que mantiene el chulco en el que se asienta gran parte de la economía informal ecuatoriana, que financia la carrera de deportistas, artistas y políticos en formación, que permite que tantos funcionarios públicos corruptos jueguen a ser clase media alta. Es el sistema circulatorio que mantiene la economía subterránea operando para que los grandes, cada uno con sus aliados y patrocinadores extranjeros, puedan apropiarse del verdadero botín: el Estado y la tierra. Además, esos mismos miembros del narco, que inexplicablemente se contentan siempre con tan poco, son los ágiles verdugos a los que los poderosos pueden apelar siempre que necesitan hacerse cargo de sus trapos sucios. ¿Por qué irse contra ellos?

¿Cui bono? Los enemigos de Villavicencio y los beneficiarios de su muerte son tantos, pero tantos, que sería imposible señalar a un sospechoso en especial. La única certeza es que la posibilidad de que se colara a la segunda vuelta, y por lo tanto a la Presidencia, resultaba intolerable para muchos. Una cosa era Villavicencio periodista o legislador, dueño apenas de su voz. Otra cosa hubiese sido, por más diminuta que fuese la posibilidad, Villavicencio en Carondelet, con control directo de la fuerza pública, el sistema penitenciario, el presupuesto del Estado, las empresas públicas, los ministerios y la diplomacia. Para varios, eso significaba un riesgo cuantificable en decenas de millones de dólares o decenas de años de cárcel, muchísimo más de lo que costaba un asesinato por encargo para curarse en salud.

Probablemente, a corto plazo, el asesinato de Villavicencio pase a engrosar la amplia lista de los crímenes en nuestro país cuya pista se extingue en sicarios de poca monta o en los muros de las prisiones. Eso pasa cuando una sociedad deja de creer en la verdad y de añorarla. La gente quiere respuestas simples y acordes a sus deseos. Los periodistas tienen prisa y pereza. La justicia se resigna rápido y se confirma con “verdades procesales” que permitan cerrar rápido los casos. Quienes sí saben la verdad de los hechos, pierden la fe, no confían en nadie, creen que lo que conocen a nadie importa y optan por guardar silencio. Sin embargo, a largo plazo, la verdad siempre sale a la luz, tarde o temprano, y llega la retribución —llámese karma, justicia divina o tikún—. Algún día se sabrá qué hubo, de verdad, detrás de este parteaguas de nuestra historia, de este asesinato político que deja la inevitable sensación de que es apenas el primero de muchos más que vendrán. Porque para que luego puedan mejorar, las cosas primero tendrán que ponerse mucho peor.
Daniel Márquez