Crónicas de un viajero Cuando el Corán es una cárcel

Autor: Fausto Jaramillo | RS 57

En una sociedad paternalista como fue (y sigue siendo, en muchos aspectos) la ecuatoriana, la presencia de la mujer en diversos campos laborales es mínima; las que se han destacado han debido romper barreras y saltar obstáculos para lograr sus objetivos.

Ahmed era un hombre flaco, muy delgado, con un rostro cuadrado en el que sobresalían un par de lentes, también cuadrados, pelo ensortijado y peinado estirado hacia atrás. Pronunciaba el alemán con ese acento muy propio que dejaba adivinar su idioma materno: el árabe. Lo había conocido en Saarbrucken, cuando todo el grupo de becarios de aquel año, habíamos arribado a esa pequeña ciudad a estudiar el idioma alemán, antes de que fuéramos trasladados a Berlín a seguir los cursos regulares en la Universidad.
Siempre mostró cierta distancia con sus compatriotas y con otros becarios procedentes de la tierra del Islám. Era originario de Egipto, del Cairo más específicamente, y se mostraba orgulloso de serlo.

No le gustaba conversar de las guerras que teñían de sangre los desiertos y aunque no mostraba ninguna simpatía por los judíos, tampoco le escuché una frase descortés o hiriente contra ellos. Permanecía, más bien, un tanto solitario, alejado de los grupos, y en ocasiones le encontré murmurando algo en su propio idioma.

En aquellas ocasiones me decía que oraba a Alá. Y claro, yo respetaba su creencia.

Tan pronto como llegamos a Berlín, los pocos becarios que habíamos permanecido juntos en Saarbrucken nos separamos, cada uno para su Facultad, aunque ofrecimos citarnos de vez en cuando para intercambiar ideas y consejos sobre esa ciudad.
Las clases se iniciaron y el tiempo para una reunión de amigos empezó a escasear. Estudios, conferencias, investigaciones, filmaciones, y tantas actividades nos iban alejando unos de otros.Un compañero sudamericano decidió cerrar su mente al idioma alemán y no encontró mejor solución que pegarse junto a mí para que lo ayudara a comprender las clases y las cosas de la ciudad.

Mientras yo prestaba atención a los maestros, preparaba las lecciones, me integraba a las investigaciones, mi amigo sudamericano tenía tiempo de conversar con otros amigos, cultivaba la enorme dicha de no hacer nada.

Por eso no me sorprendió que en una ocasión me hablara de Ahmed, y me dijera que, a su vez, los otros árabes le habían contado que éste era un hombre extremadamente religioso, y que a pesar de sus casi 30 años no había conocido a una mujer, porque así lo determinaba el Corán.

Más tarde, en otra ocasión, los conceptos sobre Ahmed habían crecido.

Ahora, me dijo este amigo sudamericano que estaba seguro de que él había sido víctima de la extrema liberalidad de Alemania, pues, asistía a los cines porno, a los baños sauna donde hombres y mujeres departían su desnudez, y que, hasta en ocasiones le habían encontrado espiando por los ojos de las cerraduras de los dormitorios de mujeres en la Universidad.

Creo que algo de verdad guardaban esas palabras, pues, el comportamiento de Ahmed no dejaba mucho espacio para la duda.

Claro que le gustaban las mujeres, pero las alemanas no eran mahometanas, ni creían en Alá, por lo tanto, no estaban interesadas en orar 6 veces al día con la frente dirigida hacia La Meca, ni tampoco en contraer matrimonio y someterse a sus leyes estrictas, por lo tanto, Ahmed debía permanecer como un solitario admirador de las rubias y esbeltas muchachas alemanas.
Mientras fuera un mirón inofensivo, pues, ese era su problema.
Cierta mañana de mayo, cuando el calor del sol ya anunciaba la cercanía del verano, me encontraba en los jardines de la Universidad, conversando con mi amigo sudamericano cuando se nos acercó Ahmed. Nos dijo que nos había divisado a lo lejos y que en homenaje a los viejos tiempos de Saarbrucken quería invitarnos a una cerveza. Debí imaginarlo, pero en ese momento no cruzó por mi mente que dicha invitación sería en un salón “oben ohne” es decir, un salón donde sirven muchachas con el busto al descubierto. Se acercan a la mesa, aceptan las ordenes y ellas mismas se encargan de traer hasta la mesa del cliente el pedido realizado. Claro que es un espectáculo adicional el contemplar como sus senos desnudos se balancean al ritmo de su caminar.

Una morena, que a leguas se distinguía que no era alemana se acercó a la mesa donde nos habíamos ubicado y parándose junto a Ahmed nos preguntó sobre nuestro pedido. Ahmed se quedó sin aliento. Allí estaba el pezón de aquella morena, a menos de unos 5 centímetros de sus ojos, desafiante, turgente, rogando ser acariciado.

Todo sucedió en un momento, Ahmed no pudo resistir más y toda la continencia de sus 30 años de vida se vino abajo y alargó la mano, la tocó. Ella reaccionó inmediatamente con un golpe de su mano abierta que cruzó el rostro de mi amigo árabe, desencajando sus lentes que volaron a distancia. El golpe sonó en todo el bar, y luego en un perfecto castellano, ella dejó escapar todas las palabras del diccionario. Mientras ella estaba bajo el imperio de su furia, yo me sonreí, lo que aumentó su ira. Me preguntó en castellano: Y tú ¿de qué te ríes? A lo que respondí, también en castellano: – – De ti.

Inmediatamente ella reaccionó. Se dio cuenta de que yo hablaba su idioma, que le había comprendido todas sus palabras. A su furia añadió su vergüenza.

A partir de ese momento cambió su actitud y en lugar de alejarse de nuestra mesa empezó a indagar sobre quienes éramos y que hacíamos en aquel lugar. Su sorpresa fue mayor cuando supo que yo era un estudiante ecuatoriano, que estaba residiendo en Berlín, pues, ella también era ecuatoriana.

Su historia era parecida a la de tantas muchachas que cansadas de la pobreza y la falta de oportunidades en su tierra deciden marcharse a Europa en busca de mejores días y acaban realizando cualquier trabajo. Cualquiera, aún aquellos que su formación los impediría, pero que estando lejos y, muchas veces con hambre, no vacilan en hacerlo.