Clemencia Moreno, la mujer de las bibliotecas insólitas

Autor: Rubén Darío Buitrón* | Los Cronistas

Y así nació la idea de las bibliotecas parroquiales. Llevaría libros, la esencia del conocimiento y del sentir, a lugares donde nunca antes habían llegado, a los pueblitos ignorados por los poderes nacionales y locales, a la gente que no tiene acceso al libro, un instrumento tan extraordinario, iluminador, esclarecedor, propulsor de las conciencias y del racionamiento.

Por Rubén Darío Buitrón*
Ella es una mujer omnipresente en sí misma y en la cotidianidad de muchas personas. Una mujer madura, delgada, cuyos ojos verdes destacan en su rostro de tez blanca adornado por un cabello rubio, largo y bien cuidado.

Una mujer satisfecha de ser ella. Una mujer que en esta conversación viste blusa rosada, pantalón azul, zapatos de taco en tonos floreados. Una mujer que sonríe mucho. Gentil, cordial, fraterna, amable, educada, cuidadosa y delicada. Una mujer que conversa mucho porque no existe ningún tema que quede fuera de su perspectiva, de su manera de ver la vida,de su interés.

Una mujer que está en los libros, en las solidaridades, en el arte, en la cultura, en la vida dedicada a fondo a los demás, como si ella no se necesitara, como si ella no se importara.

Se llama Clemencia Moreno, pero yo la llamo Cleo, como le gusta que le digan y como la conocen quienes tienen el privilegio de saber de su existencia, una existencia donde ella no concibe el descanso, la pasividad, la indiferencia social, la crítica a los demás sin autocrítica…
Con la bella Maricruz, su hija, son cómplices, socias, compañeras, apoyos mutuos cuando abordan la gestión de su próxima biblioteca. Viven desde hace ocho años en una amplia y serena vivienda en un sector de la parroquia rural Tumbaco.

La residencia tiene un aire de casa de gobierno o de embajada o de museo. De estilo inglés. “Siempre quise vivir en un palacio”, bromea. Y aunque la casa es sobria, no deja de envolver su ambiente majestuoso.
Por sus colores predominantes podríamos llamarla Casa Blanca.

Por su sobriedad arquitectónica también, pero, además, porque allí todo parece estar en su sitio: parece que nada se mueve porque el silencio que la habita es imponente, como si allí se efectuaran ceremonias y solemnidades, como si allí se pensara y se reflexionara todo el tiempo, como si los libros, los cientos de libros que dominan la casa, también dominaran la vida de las dos mujeres y sus nueve perritas (sí, todas hembras) recogidas de las calles.

Las mascotas tienen nombres turcos: Oslem, Hebrú, Meleck… Su primer perro, que murió hace dos años, fue un French Puddle llamado Zoham.

En la casa de Cleo no hay lujos. No los hay. Ninguna arrogancia. Ninguna decoración intimidante o barroca. Los pocos cuadros en las paredes y los adornos sobre el piso son simples, delicados, casi invisibles, casi minimalistas.

La vivienda es grande, pero tan sencilla como Cleo, una mujer humanista, sensible al dolor ajeno, rebelde frente a la injusticia, crítica frente a la política mal hecha, a la corrupción del poder o a las ideologías cuya retórica está lejos de la realidad.
Tiene frases contundentes para expresar lo que piensa sobre las cosas del país: “Si un arquitecto falla, la casa se cae. Pero si un político falla, se cae el país”.

Es una conversadora con clase. Sabe lo que dice y sabe cómo decirlo, sin que esto signifique tibieza o discurso acomodado a las circunstancias.
Está orgullosa de haber nacido en Riobamba, en las faldas del majestuoso Chimborazo. Y, luego, de haber vivido en Latacunga. Y, luego, de haber aterrizado en Quito. Para siempre.

En su niñez y adolescencia estudió en el colegio nacional de señoritas “Riobamba”. ¿Qué fue lo más importante que aprendió? Lo dice con tres palabras, sin dudarlo: la gratitud, la solidaridad y la honestidad.
Compara los tiempos, los de antes y los de ahora: los maestros de ese entonces eran gente ilustrada, de cultura muy amplia.

No eran cualquier profesor, reflexiona con una mirada de certeza: eran personas que regalaban su sabiduría, su ética, su pensamiento, sus profundos conocimientos, su ejemplar manera de ser.

Quizás por eso, Cleo es una mujer que ha derrotado al tiempo. Porque viene revestida de valores que tocaron su alma para siempre. Quizás por eso, abre los ojos a las cuatro de la mañana y los cierra a las doce de la noche.

Necesita dormir apenas cuatro horas porque necesita estar despierta, bien despierta, las otras veinte horas. En la madrugada hace sus planes del día, arma una lista de las cosas por hacer y de los compromisos con los demás. Arma otra lista de las cosas que aún no empieza a hacer, pero que ya están rondando inquietas por su mente.

Entiende que cada cosa en la vida tiene su etapa, que las cosas se dan cuando deben darse, pero que no hay que esperar que se hagan solas, que hay que empujarlas, que hay que procurarlas. Así nació la idea de las bibliotecas parroquiales. Llevaría libros, la esencia del conocimiento y del sentir, a lugares donde nunca antes habían llegado, a los pueblitos ignorados por los poderes nacionales y locales, a la gente que no tenía acceso al libro, un instrumento tan extraordinario, tan iluminador, tan esclarecedor, tan propulsor de las conciencias y del racionamiento.

Y lo logró. La primera biblioteca comunitaria que creó fue en abril de 2021, en el anejo de El Chiche. Y, en menos de dos años, ya ha logrado crear 20, todas en plena actividad. Lo logra con su poder de convencimiento, de persuasión, de convocatoria a la solidaridad.

Con el apoyo de escritores que donan sus libros y participan en los recitales de las inauguraciones. Con el apoyo de amigos y amigas que también abrazan su proyecto y que aportan con lo que tienen.

Por eso hay libros por todas partes de la casa. En la planta baja, en el segundo piso, en el ático. Hay libros en el patio, en las bodegas, en la cocina, en las habitaciones, junto a las paredes, en los jardines, en el garage. Libros en cajas, clasificados por sectores, por lugares de destino, por temas.

Libros listos para la próxima biblioteca en la que Cleo ya está pensando, libros listos para reforzar a las bibliotecas ya creadas.
Es una mujer siempre impecable, siempre intacta. Estar bien vestida (no con lujos sino con ropa adecuada, limpia, pulcra, de colores intensos, cómoda) es un homenaje a los demás. Pero no tiene prejuicios al momento de ensuciarse las manos y sudar para ser parte de una minga que construye muebles, libreros, mesas, sillas, baños, puertas, ventanas, pisos para las bibliotecas.

Una mujer humilde y modesta a la hora de hablar de sus objetivos, porque está convencida de que nadie debería agradecerle nada, pues lo único que hace es devolver a la gente lo que la vida le ha dado.

Una mujer sana. No toma pastillas y mantiene su salud en plena vitalidad. Observa con atención las miradas de las personas y puede leer en ellas sus pulsaciones, sus pensamientos, sus padecimientos. Y recuerda a Sartre: “El alma son los ojos”.

Y recuerda otra frase: “El rostro no te pertenece a ti. Pertenece a los demás”.

Es una mujer leal, amiguera, siempre dispuesta a hacer un favor, de inmediato, sin posponerlo, porque entiende que cuando alguien pide ayuda es porque lo necesita de urgencia.

Es una mujer que vive para los demás, pero que también vive para ella cuando alimenta su espíritu, su alma, su mente. Por eso no solamente crea bibliotecas, sino que tiene la suya. Los libros la nutren. La han nutrido siempre. Todo lo que sea conocimiento invade la casa de una manera sutil, ordenada, viva. Ahí están las novedades editoriales, de las que siempre está pendiente. Las colecciones que hace décadas movieron su amor por la lectura (Ariel, Salvat, Bruguera, los premios Nobel). Las enciclopedias. Los tomos que hablan de la Segunda Guerra Mundial, uno de los temas que más la apasionan.

En su habitación están sus libros más entrañables: “La mujer rota”, de Simone de Beavoir, “El Anticristo”, de Nietzche, y los volúmenes de sus autores favoritos: García Márquez, Octavio Paz, Sartre, Descartes…

Colecciona recuerdos de sus viajes, que son otra forma de leer y aprehender la historia. Souvenires de los principales museos del mundo, algunos donde ha podido estar y algunos donde algún día estará. Así de firmes son sus sueños y sus convicciones. “Mi futuro es siempre el presente”, dice con seguridad de lo que dice. Vive de un pequeño negocio de catering, que maneja desde su casa. Nada grande, nada ambicioso. Es un trabajo que disfruta y que le permite solventar sus gastos. Colabora con el gremio de damas diplomáticas para hacer labor social. Está pendiente de los eventos culturales y asiste a los que le llaman la atención. Es una mujer inagotable.

Lee siempre. Donde sea y a la hora que sea. Si debe esperar una cita médica abre el libro que lleva y lo lee. Nunca lo hace en el celular, porque le parece que no es la mejor manera de disfrutar un texto. Hace poco, recuerda, se demoraron y se demoraron en atenderla. Cuando la llamaron se dio cuenta de que había leído 90 páginas del libro que esa tarde la acompañaba.

Por eso su amor por las bibliotecas. “No entrego cartones de libros, entrego conocimiento”, señala mientras paseamos por los más inéditos lugares de la casa donde aguardan los libros para donar. Y tiene claro su propósito: “Una biblioteca no sirve si los líderes y la comunidad no se apropian de ella”.

Esa mujer intensa, plena y alegre, también ha sufrido. Como parte de la vida, de cualquier vida, ha sufrido. Hace cuatro años murió su madre y algo que estuvo a punto de partirle el corazón fue la grave enfermedad que sufrió su hija cuando tenía 18 años.

También hay cosas que le entristecen y que le hacen daño. Por ejemplo, no le gusta pensar que un día deba dejar este mundo.

Es una mujer de hablar suave, calmo, sereno. Es una mujer cuyo sueño cotidiano es contribuir a que la vida sea más liviana para quienes sufren o para quienes no tienen lo que la vida a ella sí le ha dado.

Anhela crear y fomentar más bibliotecas comunitarias. Muchas más. Sin ganar nada. El dinero no entra en sus proyectos. Podría contaminarlos.

Anhela también que los escritores y las instituciones que aún no se han pronunciado, lo hagan por el bien de quienes más lo necesitan. Eso es lo que espera.

Pero espera y no. Porque esta mujer incansable no se sienta a ver que lleguen las cosas. Mira su agenda. La repasa mientras camina por la estancia. Se pone de pie. Toma el teléfono. Escribe correos. Hace contactos.

Afuera, el silencio apenas se rompe por una camioneta que ofrece gas y cuya estridencia, en ese entorno, parece surrealista. Cuando regresa la paz, se escucha el piar de los pájaros como un coro que acompaña la vida de esta mujer cuyo rol social tiene muy claro: las bibliotecas tienen que ir a la gente, no aguardar frías y estáticas el momento que alguien las visite.

Se llama Clemencia Moreno. Se llama Cleo, la mujer de las bibliotecas insólitas.

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*Rubén Darío Buitrón (Quito, 1966) es cronista y poeta. Premio Nacional de Periodismo. Autor y coautor de 12 libros. Su obra más reciente es la colección de poemas «Leve es la vida que nos queda» (2022). Es director-fundador del portal digital loscronistas.net