Reducir el Estado: impopular, pero correcto

Hace poco más de un siglo, una separación efectiva entre el Estado y la Iglesia —en recaudación tributaria, educación, registro de ciudadanos y todo lo que conforma la vida pública— era impensable.

Igual de inconcebibles eran el divorcio, el voto femenino o el pleno acceso de la mujer a la universidad. También era inimaginable una fuerza pública meritocrática, independiente de las familias que ostentaban el poder económico o político. Entonces, no se soñaba con un Ecuador integrado al mercado mundial, cuyos productos se encuentren en todos los rincones del mundo y cuyos ciudadanos puedan tener acceso a bienes e ideas de las más diversas latitudes. Era imposible vislumbrar un país en el que ser ciudadano —con derechos, deberes y libertades—, pese más que su religión, raza o género.

Estos tabúes incontestables se tornaron realidad gracias al impulso liberal, una de las corrientes más trascendentes en la formación del Estado ecuatoriano moderno. Hoy, no por conveniencia electoral ni por clamor popular, sino por legítimo bienestar ciudadano, esas mismas ideas invitan a imaginar un Estado más pequeño y eficiente.

Ecuador necesita un Estado fuerte, competente y prestigioso, entregado a sus tareas fundamentales, no una agencia de empleos sobrepagados ni un distorsionador de mercados, dedicado a absurdas tareas como la fabricación de explosivos, la administración de centros comerciales o el expolio de canales de televisión confiscados y bancos incautados. Un país de trabajadores, comerciantes y emprendedores formados para prosperar tendrá mejor porvenir que uno de burócratas y cortesanos.