Los pactos improbables

Una serie de lamentables desaciertos recientes de parte del Gobierno en materia de seguridad —en plena campaña— han hecho que sus más rabiosos detractores lo acusen de ‘pactar’ con el crimen organizado. Es una incriminación vieja y repetida, que se ha empleado en diferentes épocas y contra regímenes de diferentes tendencias, aunque no deja de ser, en gran medida, una teoría fantasiosa.

Mantener un ‘pacto’ de esa índole requiere un nivel de secretismo, compartimentación y verticalidad del que un régimen democrático carece. Hoy, todos los gobiernos acusados por la comunidad internacional de tomar parte en el crimen organizado son dictaduras cleptocráticas o regímenes autoritarios. Latinoamérica no ha sido la excepción, sea para enriquecimiento ilícito o por fines geopolíticos. La supuesta cooperación a nivel de Estado con el narcotráfico ha venido en la mayoría de ocasiones de dictaduras, como  Panamá de Noriega, la Cuba de los ochenta o la Venezuela contemporánea. En otras ocasiones, se dio en áreas autónomas y militarizadas de gobiernos autoritarios —como sucedió con la Dirección Federal de Seguridad mexicana o con la inteligencia peruana en la época de Vladimiro Montesinos—.

‘Pactos’ de esa índole dejan, por su naturaleza, un amplio rastro, que en un sistema democrático —con libertad de prensa, actores políticos enfrentados, abundante registro burocráticos, separación de poderes— resulta imposible de ocultar y fácil de probar. Creer en pactos improbables politiza el tema de la seguridad y nos distrae de que el peor enemigo no son las conspiraciones, sino la incompetencia; eso, a las mafias, les basta.