El tiempo que nos queda

La muerte del poeta José Manuel Caballero Bonald me ha recordado uno de sus mejores versos “somos el tiempo que nos queda”. Lo escribió a mediados de los 50s cuando aún le quedaba mucho tiempo y mucho trecho que recorrer (ahora lo sabemos con agria exactitud). Evidentemente somos, sobre todo, lo que hagamos con ese tiempo del cual no conocemos su fin, aunque estemos conscientes de que ese fin existe.

La pandemia ha hecho de la muerte una especie de presencia fantasmal de la que tenemos noticia casi todos los días sin poder enfrentarla en compañía, o bajo la cubierta de un ritual que le reste crudeza o le otorgue humanidad. Debo reconocer, que, aunque yo no he pasado este dolor de manera directa, toda la sociedad ha quedado herida por tantas pérdidas abruptas, queridas, valiosas e irrecuperables. Sobre todo, tomando en cuenta que la pandemia se empecinó con una generación de ecuatorianos que no vivió las comodidades de nuestro siglo. Una generación que solo supo de sus luchas, que creció en un país sin petróleo, que no conoció de sueldazos inflados por la bonanza, que viajó poco o nada, que gran parte de su vida ahorró en una moneda que inflaba y desinflaba sus planes, que fue más práctica que ideológica, que nos quiso legar un país democrático que ha venido tropezando sin cesar con las piedras del absolutismo y el populismo, y que jamás se rindió. Una generación a la cual le dejaron sin fondo de jubilación unos buitres verdes, y a la cual le han pagado con un proceso de vacunación lento e incómodo en la mayoría de ciudades. Su tiempo se ha ido, dejándonos su legado de amor por el país, de trabajo y de nobleza.

Ahora que todas esas pérdidas nos recuerdan que el tiempo es finito, la pregunta es ¿qué decidiremos ser? ¿qué haremos con él? Porque los jóvenes debemos ser conscientes de que “somos el tiempo que nos queda”.