El “fatuo coplero” (Parte 2)

Por: Pablo Rosero Rivadeneira

De acuerdo con la RAE, la palabra “fatuo” tiene dos acepciones: 1) “lleno de presunción o vanidad infundada y ridícula” y 2) “falto de razón o de entendimiento”. Ninguna calza para la personalidad y obra del poeta romántico Julio Zaldumbide (1833 – 1887). Tampoco le sienta bien lo de “coplero” pues, de lo que se sabe, don Julio no compuso coplas.

Como buen romántico, su poesía está atravesada por la fugacidad de la existencia, el cultivo de la vida interior, la soledad como espacio creador y el desconcierto que le provoca la naturaleza. Fruto de ese desconcierto son sus traducciones de Lord Byron realizadas en Malbucho, su agreste propiedad en las selvas de Esmeraldas.

Sin embargo, este alejamiento creador no implicó una enajenación de la realidad de su tiempo. Zaldumbide fue un penetrante crítico de la omnipresencia garciana y un tenaz defensor de la democracia y las libertades civiles. Fue, además, un destacado agricultor obsesionado por remediar la aridez del suelo de Pimán, la hacienda de sus antepasados.

Para esto construyó una acequia que, desde el páramo de Angochagua, llevó a Pimán el agua que la convirtió en un remanso verde en las inmediaciones del Chota. Sin mencionarlo explícitamente, su hijo Gonzalo rindió tributo a esta epopeya paterna por el agua en algunos párrafos de su olvidada “Egloga Trágica”, la novela de que debería ser de ineludible lectura para todo imbabureño.

Sin casi salir del país, a excepción de un viaje como ministro plenipotenciario a Bogotá,   Zaldumbide fue un hombre universal. Un hombre que, así como se carteaba con destacados intelectuales, se interesaba también por las cosas sencillas. En una carta dirigida a don Juan León Mera, por ejemplo, luego de hablar sobre el poeta inglés Alexander Pope, don Julio le sugería: – “Cuando quiera usted hacer el vino de naranja, avíseme y le mandaré la receta”.