Berlusconi

Nicolás Merizalde

Silvio Berlusconi debió llegar a su dantesca eternidad este lunes, pateando al perro como supo hacerlo hasta el último día. Su vida y obra son el espectáculo más curioso de la vida pública italiana en los últimos 50 años. Vinculado con la mafia, construyó un imperio para luego cubrirse con la pátina del empresario exitoso -hombre hecho a sí mismo- sin mística ni filosofía fija porque Berlusconi era la Dolce Vita explosiva, escandalosa, simpática, fálica y excesiva. 

Con esa apetito voraz e indecoroso se lanzó a la política inaugurando un modo y unas formas hasta ese momento novedosas y hoy tristemente comunes. Emparentó espectáculo, comunicación y política hasta volverlas la misma cosa. Jamás fue políticamente correcto porque entendía que el show es más importante que el honor cuando lo que se busca es sólo el éxito. Jamás amamantó sucesores ni dejó el protagonismo, siempre bebió de las fuentes del escándalo y aprovechó el brillo de la televisión, la silicona de las modelos y los gritos del fútbol para rellenar los espacios en blanco que quedaban en su discurso vaciado de ideologías, argumentos o planes. 

Berlusconi no mentía, ofrecía humo y todos lo sabían. Brindó un show e hizo que los demás paguen el precio y de la forma más canallesca se limitaba a ofrecer una narrativa, un sueño, una imagen de vivo vivísimo que ocasionó el aplauso de los que quisieran, pero no han podido.

Lo han despedido entre funerales de estado luego de las debacles que causó y como buen caudillo se marchó entre cánticos cuasi religiosos. 

Un hombre que fue condenado por prostituir menores y para justificarse dijo que lo había hecho porque pensó que era la sobrina de Gadafi y hacerle el feo era un incidente diplomático. Amigo de Putin y de la mafia, su mayor víctima ha sido la democracia, convertida en reality a la medida. Se fue, pero sus estragos quedan.