Runas

Matías Dávila

Una vez, iba yo en un bus de línea y una mujer indígena, desde la calle, levantó la mano para detener la unidad. El chofer paró y con el controlador, de forma peyorativa y burlona, le dijeron riéndose a la señora: “¡Sube breve, María! ¡Sube!”.

Los dos, el chofer y el controlador, tenían la piel tan cobriza como la señora que subía ataviada con su anaco, con un guagua en la espalda y con un canasto de chochos. La diferencia era que ellos ya se habían cortado el guango, ya habían botado las alpargatas y quién sabe, hasta podían haber tenido cuenta de Instagram. Podían apellidarse Chiluisa, Chusic, Chasilema o cualquier otro apellido indígena, pero ya eran más bacanes. Oían reguetón. En vez de poncho se ponían chompas y metían sus nalgas prietas en unos descoloridos “blujins”. Ellos, en palabras del sociólogo Nelson Reascos, ya se habían blanqueado. 

Si los anoréxicos pueden ver en el espejo la gordura donde no la hay, ¿quién quita que este tipo de gente pueda ver la blancura donde tampoco la hay? Esa blancura que nos han metido en la cabeza que es mejor. Esa blancura que te da pinta, porte y hasta garbo.

Me siento indígena. Reencarnacionista como soy, creo haber sido un runa en alguna comunidad serrana. Creo haber sido vejado, humillado y vilipendiado también por mi ignorancia, por el color de mi piel, por hablar mal español. ¿De cuándo acá el color y el lugar donde naces ameritan un trato especial? ¿De cuando acá el apellido te da el mejor plato de la mesa o el banco de la cocina para comer en bandeja desechable? Oí un rap quichua que me gustaría compartir con todos ustedes“Más runas que nunca”, de ‘Inmortal Kultura’—. Les pido que lo escuchen y me digan qué tal les pareció.

Les pido que se den el tiempo para pensarse iguales. Ninguno de ustedes eligió la casa, la casta ni la cuna. Este artículo es un homenaje a mi gente, a mi pueblo, a mi vida. Reciban el abrazo de un igual, de otro runa.