Nos la deben

Matías Dávila

Matías Dávila

Para quienes somos de los setenta y fuimos criados con la imagen del Che Guevara, el discurso de la redistribución de la riqueza y sobre todo la música protesta, la izquierda no era solo un movimiento político sino una razón para vivir. El arte lo inundaba todo. La izquierda tenía poetas que le cantaban a la vida, a esas cosas que para la derecha eran irrelevantes, como la esperanza, por ejemplo. ¿A qué esperanza podía cantarle un muchacho que tenía su futuro económico resuelto? ¡A ninguna! Para las clases medias y marginales —en cambio— el canto era el llamado a la lucha por igualar las oportunidades, los derechos, los recursos… el llamado a democratizar los sueños. La izquierda le ponía colores al mundo. No solo había cantantes y trovadores de la talla de Silvio Rodríguez o Mercedes Sosa, sino también literatos como Galeano y García Márquez. Guayasamín y toda una corriente de indigenistas nos enseñaba el sufrimiento del ‘indio’ y en cada cuadro nos invitaban a la resistencia en contra del sistema, ese mismo sistema que a él (a Guayasamín) lo había hecho rico.

La izquierda pintaba de colores las calles con grafitis que nos dejaban pensando. Ponía de moda frases y costumbres, llevaba guitarras a las protestas callejeras y le ponía canciones a los malestares cotidianos.

La izquierda tenía ese barroco tan fascinante. Ese que mezclaba la moda hippie que venía del ‘imperio’, la marihuana y los libros de Cortázar. Todos de a shigra, todos de a pelos largos y todos de a barbas abultadas… eso era ser de izquierda.

Hasta que llegó el día en que despertó la América Latina entera. El continente se vistió de rojo, se vistió de fiesta. Los pueblos entendieron que la izquierda era la única salida: la única… ¿y qué pasó después? Que se perdió la más contundente de las oportunidades. Que los apetitos fueron más fuertes que los sueños. Que descubrimos con tristeza, que no había que ser de derecha para ser un hijo de p***.