Centenario de Kafka: El proceso

Martín Riofrío Cordero

 Este año -2024-, se cumplen 100 años de la muerte de Franz Kafka. Para conmemorarlo, decidí escribir tres columnas sobre sus tres novelas principales. Hace un tiempo ya escribí una columna sobre ‘‘La Metamorfosis’’, titulada: ‘‘La novela que dio al siglo XX’’. Hoy hablaré de ‘‘El proceso’’, quizás su obra más emblemática.

‘‘El proceso’’ se publicó en 1925, un año después de la muerte de Kafka. Sin embargo, según se estima a través de sus diarios, se escribió entre 1914 y 1915. Casi toda la obra de Kafka se publicó de forma póstuma, a cargo de Max Brod, íntimo amigo suyo a quien Franz le legó sus manuscritos. Esta fue la primera de ellas: salió a la luz un año después de su fallecimiento.

En la novela hay una angustia interminable. Una mañana, Josef K. se encuentra, al levantarse, a dos policías que le impiden desayunar. Se han metido a la pensión donde vive, y le anuncian que está detenido. Pese a pedirles explicaciones, no le dan la causa de su detención. Desde entonces, la causa del proceso judicial es desconocida. K. asiste a varias instancias pero, incluso en los tribunales, nadie sabe decirle, con franqueza, por qué está siendo juzgado. Frente al desconocimiento, Josef comienza a cuestionarse a sí mismo qué ha hecho mal. Él, que hasta entonces había sido un hombre de bien -empleado de banco con un importante cargo- se ve sobrepasado por esta situación. Es así, que ante la ignorancia o el desconocimiento del delito, empieza a sentirse culpable. Sus relaciones personales, su trabajo; todo es visto desde la duda y el miedo. La gente lo señala. Es, en apariencia, un criminal sin crimen.

Aquí entra en juego lo que hoy conocemos como ‘‘lo kafkiano’’: término que se refiere a quienes habitan una existencia angustiante y absurda. Esta palabra, y la propia novela de Kafka, dice mucho más del presente de lo que nosotros podemos imaginar.

Todos podemos ser señalados por algo que no hemos cometido. Y a pesar de nuestra inocencia, o de la consciencia de no haber hecho nada malo, llega un punto en el que caemos en el juego de la angustia, y como Josef K., nos sentimos culpables. La culpa es nuestra herencia cristiana, y el poder, entendido como un sistema en el cual un grupo se sobrepone sobre otro, atraviesa nuestras vidas. En el caso de nuestro protagonista, es el poder quien ha decidido, de la noche a la mañana, culparlo de un delito que él desconoce. Sus antagonistas son, en apariencia, la gente de a pie: los jueces, los inspectores, los policías. Pero quien realmente maneja los hilos del proceso es el poder invisible: organizado como una serie de instancias, instituciones, o relaciones que a simple vista no podemos ver.

La culpa, tanto para Josef K. como para nosotros, funciona como una especie de algoritmo que se infiltra e impone nuestro guión de vida.

El Estado, como el poder, es un laberinto: nadie puede salir ni escapar de él.