Una cita del libro ‘León, mi padre’, de Liliana Febres-Cordero Cordovez, ilustra a la perfección el espíritu de la obra: “Para aquellos que no conocen la historia y que, muchas veces, repiten clichés, resulta de vital importancia contrastar la información y nutrirse mejor de los datos que puedan obtener para formarse una opinión. No defiendo a mi padre, porque no lo necesita; es una realidad que su legado habla por él. En vida, además, dijo todo lo que tenía que decir, de una manera categórica, fuerte y clara. Defiendo sí, el principio de opinar bien informado, sin distorsiones interesadas”.
Este libro —impecablemente escrito, con indisimulable profesionalismo, y de lectura tanto entretenida como, por momentos, profundamente conmovedora— ayuda a saldar parcialmente la deuda que la producción intelectual ecuatoriana mantiene con respecto a León Febres-Cordero. Desde la perspectiva cercanísima de la que solo puede gozar una hija, con pleno acceso a todo el círculo íntimo y al archivo personal del expresidente, la autora ofrece un relato digno de ser leído con detenimiento. Lo que existía hasta ahora era comprensiblemente malintencionado —como La dictadura civil de Osvaldo Hurtado o El pensamiento de León Febres Cordero de Ramiro Rivera— o, aunque excelente, demasiado hermético — como Érase un vez en el poder, de Carlos Pozo Montesdeoca—.
El libro muestra al expresidente Febres-Cordero como un demócrata a toda prueba, un patriota y, ante todo, un caballero valiente y coherente. Incluye varias revelaciones estremecedoras cuyos acusados ya no están vivos o cuerdos para defenderse, pero que, de ser ciertas, sacuden los cimientos del sistema democrático y engrandecen al expresidente.
Al final, queda claro que León fue víctima de dos elementos, que privaron a los ecuatorianos demasiado temprano de su invaluable aporte y sabiduría. La primera, su psique tan brillante como particular, que lo llevó a encontrar refugio en el medicamento psiquiátrico de entonces: el cigarrillo. La segunda, el haberse rehusado a entender y respetar los códigos de la Sierra; no quiso ver que, arriba en los Andes, nada se olvida y que las venganzas contra quienes son percibidos como intrusos, aunque tome décadas, siempre se consuman.