La edad de la aborrecencia

Lorena Ballesteros

Soy una de tantas madres que lidia con los repentinos cambios de humor de sus hijos. En casa tenemos tres especímenes que van de los 11 a los 13 años. Hay días en que son absolutamente receptivos, cariñosos, conversadores. Pero, otros, son callados, aburridos, emproblemados.

En un momento se sienten seguros y capaces de escalar la montaña más alta; horas después la vida se torna en una montaña empinada. Escoger qué ropa ponerse, qué peinado llevar, qué película mirar en la televisión, a qué amiga invitar a casa, a qué jugar entre hermanos, todo es cuesta arriba. Incluso las tareas más sencillas se les escapan. Lavarse los dientes después de comer, atarse los cordones de los zapatos, pasarse un cepillo por el pelo.

Al momento de vestirse, el jean más viejo y roto es el predilecto para TODOS los días. El flequillo que tapa la frente y si es posible ambos ojos, es el mejor refugio para pasar “desapercibido”, o quizás para llamar la atención de quien quiera interesarse.

Y la comida. ¡Ah! ¿Qué me dicen de la comida? Sucede que no hay despensa que aguante, ni golosina que pase desapercibida. Pero para la sopa que sobró del almuerzo, para esa, nunca hay apetito. Aunque, el día que preparaste poca comida, para que no se desperdicie, ese día te dicen: “¿puedo más?”.

No es ninguna revelación que los años de la adolescencia son complejos. Para ellos, porque están bajo un proceso de cambio hormonal, neuronal y físico. Y para nosotras, porque nos cuesta aceptar que ese niño obediente, predecible, atento y considerado se va reemplazando por un alienígena despistado, egoísta y despreocupado. Lo que debemos comprender es que el comportamiento irracional e inmaduro de los chicos, no puede justificarse bajo la premisa de “es que es la adolescencia”.

Entre los cientos de libros sobre educación y psicología que se han escrito, recomiendo dos títulos que están relacionados: ‘The Teenage Brain’, de la neurocientífica Frances E. Jensen y ‘Tormenta cerebral’ de Daniel J. Siegel. Ambos estudios coinciden en que entre los 12 y los 24 años ocurren cambios cerebrales importantes y desafiantes. Si madres y padres entendemos ese proceso, podremos ayudar a nuestros hijos a tomar riesgos, a ser autosuficientes y conectar con otras personas.

Por lo tanto, más allá de atormentarnos por la “aborrecencia”, es nuestro deber prepararnos para guiarlos, apoyarlos, pero también establecer límites a su comportamiento volátil. Ahora, más que nunca, existe la suficiente información para comprender lo que ocurre en el cerebro de un chico de 12 años. Ahora podemos entender lo que nuestros padres no pudieron.