Generalizaciones

La semana pasada, realizando labores domésticas, que mi madre me enseñó desde bien pequeño, no porque eran labores de hombre o mujer, sino porque nos decía a mi hermano y a mí que hay que ser limpios y ordenados, tuve un accidente: un vaso de vidrio se rompió mientras lo lavaba e hizo un corte en uno de mis dedos, ni tan profundo como para perderlo ni tan superficial como para ignorarlo.

Con mi esposa en el trabajo y mis hijas en teleeducación, luego de limpiar la herida y constatar que se necesitaban algunas puntadas y que por ahí no se me saldría el insuflo divino, arreglé el desastre, dejé a mis hijas advertidas de lo que haría y fui a un centro médico.

Allí, luego de hacer el papeleo, entré al mundo de la ‘sororidad’ mal comprendida, de donde solo el buen humor me sacó victorioso sin ninguna otra herida.

Cuando llegué al cubículo, la enfermera me dijo que debía recibir un par de puntadas y me pidió que le relatara lo ocurrido; cuando mencioné que me corté lavando los platos del desayuno, irrumpió una mujer de mi misma edad, que estaba con su hijo, y exclamó: “Claro, se pinchan un poquito y se mueren, como no están acostumbrados a hacer nada en la casa, todo es pretexto. Si una se lastima, se chupa la sangre y sigue lavando”.

La enfermera creyó que esa mujer era mi esposa y que desde su conocimiento me estaba juzgando y sentenciando, pues la generalización es que todos los hombres no hacemos nada en casa. Es muy cierto que las generaciones anteriores a la mía no movían un plato en la cocina. A mi padre se le quemaba el agua, aunque era plomero, gasfitero, ebanista, reconstructor, decorador y muy estricto con la limpieza, pues todos los días barría, limpiaba los polvos y dejaba brillante la casa. Pero cocinar y lavar platos, no.

Generalizar los comportamientos de hombres o mujeres es torpe; somos seres humanos y necesitamos comprendernos. La solidaridad no es para agredir ni para enfrentarse, sino para unir.