El más allá

Franklin Barriga López

El P. Juan de Velasco, en su ‘Historia del Reino de Quito’, obra fundamental para llegar a las fuentes más lejanas de la identidad nacional, presentó copiosas informaciones sobre los pueblos que habitaron nuestros territorios antes de la llegada de los españoles, incluso de los incas.

De esos datos, hallándonos muy cerca del 2 de noviembre, hago un resumen en torno a las costumbres funerarias de aquellos lejanos tiempos donde se adoraba al Sol, como deidad suprema, a la Luna y a las montañas.

 El célebre historiador, que debe ser considerado por los ecuatorianos como lo es Heródoto de Halicarnaso entre los griegos, aseveró que, de acuerdo a la cultura de cada pueblo, se realizaban las ceremonias fúnebres, habiendo sido la celebración mayor en honor a los muertos la que tenía lugar en el mes de octubre y conocida como ayarmaca (de aya, muerto).

Dentro de un costumbrismo plenamente definido, los lugares que tenían los pueblos originarios para enterrar a los difuntos eran las tolas, montículos que hasta ahora siguen generando estudios y las sepulturas en hoyos abiertos al interior de la tierra, igualmente de especiales investigaciones para los arqueólogos. Se ha generalizado el término ‘huaca’ para definir los enterramientos o panteones prehispánicos que sugerían entrañar tesoros, por ello se llama ‘huaqueros’ a los depredadores de ese patrimonio arqueológico.

Acompañaban en el sepulcro los objetos más preciados del muerto, joyas, armas, comidas y bebidas, incluso sus mujeres más queridas que, en algunos casos, eran enterradas vivas. Había que estar preparados para “la otra vida”.

El más allá, que sigue motivando interrogantes estremecedores, determina, en todas las culturas, previsiones diversas que se reflejan en mausoleos suntuosos o en la tumba modesta o abandonada, sin que nadie pueda escapar a la muerte, la etapa final de la vida.