Entramos en razón

El país está entrando en razón; algo tan inusual como esperanzador. La reacción que han suscitado las revelaciones sobre las indelicadezas, en materia de gasto, de parte de la Asamblea Nacional, evidencia un paulatino pero innegable cambio de mentalidad en la ciudadanía. Poco a poco, se ha ido debilitando esa defensa miope del gasto público desmedido, maquillada con keynesianismo criollo y civismo sentimentalón.

Sin embargo, ya que estamos dispuestos a abrazar la oportuna austeridad que le corresponde a un país como Ecuador, para desmontar la maquinaria de derroche primero es necesario entender de dónde provino. En nuestro medio, el sector público se tornó para muchos el único y justo mecanismo de ascenso social.  El Estado era ese progenitor pudiente que casi nadie tiene en Ecuador, que ofrecía seguridad, cobijo y rescate de la pobreza; otorgando un cargo, garantizaba un inmediato salto de estatus, y el acceso a él era mucho más democrático y meritocrático que el acceso al capital privado.

Así, en Ecuador nos habituamos últimamente a que el sector público manejase unos salarios y un volumen de gasto desvinculados de la realidad y de la historia nacional. A la gente parecía no molestarle; total, nuestra cultura tributaria era casi inexistente y el dinero público venía en su mayoría de lo que se recaudaba a un puñado de empresas grandes, de deuda cuyo pago estaba lejos en el tiempo y de recursos naturales geográficamente distantes cuya dolorosa extracción no presenciábamos. Además, pronto surgió todo un sistema de empresas privadas arrimadas incestuosamente al Estado, listas a proveerle lo que fuese, desde títulos de tercer nivel para sus aspirantes a servidores y publicidad para sus proyectos, hasta insumos médicos y desayunos. Nadie reclamaba.

Ahora, eso cambió. En la crisis que atraviesa el país, es inevitable que la opulencia en el sector público despierte justificada envidia e indignación. Finalmente, por el bien común y la paz social, parece que estamos listos para comenzar a recuperar la cordura luego del festín. El problema es que, dolarizados y con la Constitución actual, los ajustes estructurales que se requieren resultan imposibles. Ojalá la clase política tenga el coraje de hacer lo que hay que hacer.