El estado de la excepción

“Los ecuatorianos le han perdido el respeto al virus”, declaró Juan Zapata, director general del servicio integrado de seguridad, en una entrevista con Milton Pérez, el 5 de abril. Tiene razón. Es triste, pero parece que la desobediencia civil es más poderosa que la pandemia mundial. Parecería que no estamos en estado de excepción, estamos en el estado de la excepción. “Todos se han contagiado excepto yo”.

La ironía es que hace un año estábamos confinados y aterrados, temiendo contagiarnos del chico de UberEats, evitábamos coger dinero en efectivo. Nos lavábamos las manos cada 10 minutos. Cada salida al supermercado era una odisea: traje espacial, doble mascarilla y visor. Al regresar a casa desinfectábamos cada ítem, el atomizador de alcohol reemplazó al gas pimienta en la guantera.

Pero nadie quiere vivir con miedo, así que nos liberamos. Desafiamos las reglas de la nueva normalidad, rebasamos aforos, nos juntamos con amigos, primos, tíos. Nos justificamos diciendo: “todos estamos sanos” o “sé que se cuidan”. Supuestamente todos nos cuidamos, pero somos desobedientes. Rompemos la distancia de dos metros, nos quitamos las mascarillas apenas entramos en alguna casa, salimos con amigos y dos días después visitamos a la abuelita. Dejamos que nuestros hijos se expongan a otros niños y adultos sin protegerse. ¡Total, la depresión y la ansiedad pueden ser peores!

El Covid también genera depresión, reduce la capacidad pulmonar, acaba con el estado físico. Genera trombos, desarrolla diabetes, compromete los riñones y divide familias. Sí, no todos corren la misma suerte. Hay quienes la libran sin secuelas. ¡Es una lotería! Por eso, no pensemos que seremos la excepción al virus.

Por un momento pongámonos en los zapatos del otro, de una de esas 211 personas que esperaban caman en las UCI en Pichincha, de los cientos de hospitalizados en Guayas, de los miles de ecuatorianos que han perdido a sus familiares por este virus que se enfada cada vez que le perdemos el respeto.