El día que mi hija dejó de jugar

Cuando comenzó la pandemia mi hija tenía 8 años recién cumplidos. En su universo reinaba la fantasía. Era habitual escucharla decir: “digamos que yo era…” Y a veces era un caballo, en otras ocasiones era veterinaria, cantante, profesora, estudiante universitaria, hechicera o madre de varios bebés. El elemento lúdico fue la tónica de mis mañanas y tardes de confinamiento. También lo fue cuando adoptamos la “nueva normalidad”; pues si bien mucho había cambiado en nuestras rutinas, el juego se mantenía como un constante.

Pero llegó el nuevo año escolar. Me refiero al período académico 2021-2022. Ese que tanto ansiamos madres y padres; ese que prometía presencialidad, el menos unos cuántos días a la semana. Y que cuando por fin llegó, nos sentimos aliviados de que finalmente los niños recuperarían algo de la infancia que les fue arrebatada. Sin embargo, volver a las aulas significó una readaptación compleja. Los niños habían crecido. Muchos de ellos habían cambiado (físicamente). Algunos habían desarrollado más que otros. Las conversaciones y manera de relacionarse eran distintas.

La fantasía había sido reemplazada por sus propias realidades. El contenido digital ahora marca la pauta de sus intereses: el TikTok de moda, los youtubers, la serie de Netflix, los videojuegos. Quienes no estaban al día en aquellos temas, se apresuraron a hacerlo. Muchos niños de entre 10 y 12 años actualmente demandan de sus padres dispositivos móviles con accesos a las aplicaciones de moda. Y los más chicos no toleran un minuto de aburrimiento; necesitan un teléfono para entretenerse. Los adultos, cargando la culpa (que no debemos cargar) con respecto al confinamiento y los años en casa, acceden a sus reclamos.

En nuestra casa, los juguetes de mi hija comenzaron a empolvarse. Las barbies, los peluches y la plastilina se convirtieron en objetos ornamentales. Evoqué la misma nostalgia que sentí con la película Toy Story 2, cuando Andy mete sus juguetes en una caja y los lleva al ático. La diferencia es que Andy realmente había crecido, ya era un adolescente. Mi hija apenas ha cumplido los 10 años. Desde mi punto de vista, la primera década no debe marcar la desvinculación del juego, la fantasía y menos aún de la imaginación.

Como soy una cabezota, lejos de ceder ante la presión de instalarle aplicaciones de mensajería o el famoso Youtube, llevo semanas incitándole a jugar. Me he convertido en peluquera, alumna de arte, profesora de baile, abuela de bebés imaginarios. Pero, al mismo tiempo, presto mucha atención a sus nuevas preocupaciones: la moda que le gusta, la dificultad de las matemáticas y el compañero que está de novio con una de sus amigas. Comentamos, nos reímos y, con sutileza y empatía, procuro recordarle que todavía es una niña.

Lo cierto es que, cuando pensé que la batalla estaba perdida, una pequeña luz se encendió. Ayer en la noche me dijo casualmente: “ah, el domingo jugué con mis barbies y me divertí”. Ella no sabe la emoción que me invadió. Ella no sabe que la infancia es muy corta y que la adultez dura una eternidad. Soy inmensamente feliz de que ella haya vuelto a jugar.

@loballesteros

[email protected]