Comenzar a plantar el árbol

Daniel Márquez Soares

El tumor maligno que brotó el 20 de octubre de 2008 — la Constitución de Montecristi— ya ha hecho metástasis. Las actuaciones de los Corte Constitucional esta semana y el inminente triunfo del ‘Sí’ en la consulta sobre el ITT dejan claro que el Ecuador ya ha sido sacrificado en el altar de los extremistas. Resulta casi una broma macabra, una moraleja cruel, que probablemente sea al propio expresidente Rafael Correa, con sus adeptos, a quien la bomba le estalle en las manos. Fue él quien impulsó y permitió ese diseño del Estado, del que después abjuró denunciando las ‘barbaridades’ que el ‘ecologismo infantil’ y el ‘indigenismo infantil’ habían sembrado. Rompió con los fanáticos y consiguió, con su manera apabullante de gobernar, comprar algo de tiempo, pero en 2018 esas mismas fuerzas, que ingenuamente creyó que había subyugado, salieron nuevamente a la superficie para recordarle quiénes eran los verdaderos gerentes-propietarios de la República de Montecristi. El ‘Consejo Transitorio’, la Corte Constitucional, la cooperación internacional, la Justicia, los movimientos sociales y ambientales, está repletos de ex aliados o ex tutelados de Correa que el expresidente juzga, equivocadamente, que lo traicionaron, cuando en verdad simplemente lo utilizaron.

No hace falta mucho trabajo para dar con ciertos nombres e ideas que se repiten. Además de elaborar la Constitución, se encargaron de desarmar, desmoralizar y desprestigiar —con reformas y ‘comisiones’— todo el aparato de seguridad del país. Desde el Ministerio de Justicia, inyectaron sus ideas nocivas en el sistema penitenciario y la administración de justicia. Alcanzaron a inocular todo su adoctrinamiento en los textos del sistema educativo y en el cuerpo docente que formaron a la más numerosa generación de nuestra historia. Luego, ellos y sus aprendices se encaramaron en la Corte Constitucional para, como intransigentes ulemas, asegurar que nadie perturbara la gestación de su engendro.

La destrucción de la base energética que se avecina ahora es apenas el colofón de un proceso que, de tan meticuloso y paulatino, ya ni alcanzamos a percibir. Tenemos una economía que apenas ha crecido en una década, un grado de violencia devoradora de hombres jóvenes propio de un país en guerra de baja intensidad, un éxodo en curso, desempleo mayoritario y tres crisis —de deuda, de producción de alimentos para el mercado interno, y de seguridad social— aguardándonos. A todo ello se le podrían sumar indicadores más ‘moralistas’, pero extrañamente válidos al analizar las perspectivas de un país, como cantidad de niños sin padre, tasas de consumo de drogas, tasa de natalidad y enfermedades crónicas propias de la vida contemporánea. Queda claro hacia donde vamos. Estamos ante un sistema que asfixia a la economía —atacando el comercio y la base energética—, mata a hombres jóvenes y expulsa a la gente ambiciosa —que ahora ya migra con toda la familia—. En nombre de la ‘diversidad’, unos se mueren, otros se van y ya muchos ni siquiera nacerán.

El Ecuador que quieren los extremistas es una mezcla de plantación de productos exquisitos, con safaris etnodiversos, residencia de jubilados y clínica de adicciones shamánico-naturista. Todo ello regido por una élite que vive a salvo y bien en el extranjero. El ciudadano que no quiera ser guardabosques, mesero, mendigo o agricultor, tiene la posibilidad de dedicarse al crimen organizado, como sucede en cualquier isla o playa de esas consagradas al entretenimiento y ocio de los ciudadanos de los países que sí tienen derecho al progreso.

Por eso, los únicos dos candidatos que tienen malicia política —el correísmo y Fernando Villavicencio— hablan frontalmente de cambiar la Constitución. En cambio, los ingenuos cometerían el mismo error del presidente Guillermo Lasso, que está aprendiendo a golpe de dictámenes que aceptar gobernar a la sombra del engendro de Montecristi fue su peor error. Sin embargo, este momento el hueco ya es demasiado profundo. A la tiranía de la Corte Constitucional, hay que sumarle todos los tratados internacionales —cuyo flagelo ni siquiera sentimos aún— que los ingenieros del desastre se encargaron de firmar y ratificar a mansalva, y un nivel de violencia que no alcanzamos a concebir aún, que apenas empieza, como lo evidencia el asesinato de uno de los alcaldes más importantes.

No estamos en la segunda mitad del siglo XX, cuando a las dos potencias les importaba que los países cercanos, por lógica geopolítica, mantuvieran un nivel aunque sea mínimo de orden y bienestar. Tampoco estamos en los primeros años de este siglo, cuando todos creían en la globalización y perseguían mercados, y por eso querían socios civilizados con los que comerciar. Estamos en una nueva época del mundo en el que ‘a menos bocas más nos toca’ y, para los países pequeños, el completo colapso institucional se ha vuelto absolutamente factible. A los extremistas les gusta mucho mirar a Europa, Canadá y a las costas estadounidenses, pero tal vez deberían fijarse más en Libia, Venezuela, Haití, Nicaragua, el Triángulo Norte de Centroamérica, Haití, Afganistán, Somalia, Irak y otros que, en casi todos los casos, tuvieron, aunque no parezca, un pasado no tan distante muchísimo más próspero y pacífico.

Ante este panorama, queda claro que —bajo los estándares del ordenamiento actual—  ya no hay forma democrática ni electoral de remediar este desastre. Sin embargo, tampoco hay una institución o un grupo, este momento, en capacidad de conducir la urgente ruptura. A diferencia de lo que sucedía en la Guerra Fría —cuando cada bando estaba consciente de su propia fragilidad y por lo tanto vivía permanentemente conspirando, con allegados militares, juristas, miembros del sector productivo y aliados extranjeros, trabajando todo el tiempo en un proyecto que podía echarse a andar en cualquier momento si la circunstancia lo requería—, en la actualidad hemos terminado tomándonos al sistema demasiado en serio y nos olvidamos de que quizás un día habría que desecharlo y reemplazarlo. Ante ello, no queda sino recordar el dicho: “El mejor momento para plantar un árbol fue hace 20 años; el segundo mejor momento es ahora”.

Mientras, para esta elección inútil que se avecina, lo único que deberíamos exigirles a los candidatos es un poco menos de alegría y de sonrisas. Resulta irritante que, en la situación actual, se aferren a esa distractora ‘actitud positiva’ propia de mercaderes y charlatanes. Deberían mostrar un poco más de solemnidad y congoja ante la terrible situación que le aguarda a uno de los ocho. Al que gane no le corresponderá ser el nuevo Clemente Yerovi, sino el pobre infeliz que tuvo que anunciar con su corneta el ‘toque a degüello’ que puso fin a una era.