Canguros, visas y cuidados

Julia Rendón Abrahamson

Una mujer joven, migrante, ayuda a una mayor a caminar, a sacarse la chaqueta, le seca el sudor con un pañuelo azul y bordado. Otra mujer se sienta en el banco del parque mientras los niños se columpian, bajan por la resbaladera, juegan y ríen. A ella la llaman aquí, ‘canguro’. Cuando los niños se acercan, los abraza, pero también habla por el celular con una de sus hijas que se quedó en Honduras.

Son las mujeres migrantes en su mayoría, las que aquí en Barcelona cuidan a los padres, madres, abuelos, tías, hijos de otros. Ellas les dan de comer, les duchan, les suministran los medicamentos, les limpian. Muchas de ellas han tenido que dejar hijos en sus países, delegando también el cuidado a abuelas u otras. Así se crea un eslabón en esta cadena, porque los cuidados nunca son lo suficientemente valorados para el sistema.

En España existe un tipo de visado de residencia que requiere una ‘inversión significativa de capital’, por ejemplo, quinientos mil euros en un inmueble, o dos millones en títulos de deuda pública española. El dinero, aparentemente, es fácilmente cuantificable, transferible a derechos de legalidad en un país. ¿Y el cuidado? No existe una visa especial para las mujeres migrantes, las ‘canguros’. Y considero que no es porque sea difícil cuantificar el beneficio de cuidar a los niños y adultos mayores, sino porque se elige no hacerlo, mirar hacia el otro lado, hacia la ganancia inmediata.

Sabe a poco, pero al caminar por las calles de Barcelona, y encontrarme casi todos los días a alguna cuidadora migrante, reconfirmo que cuidar sí vale. Desde mi pequeño rincón que materna a diario, honro cada día el valor de los cuidados y los realizo con ganas de un cambio, y con lo que más importa: el amor (llámame cursi, qué más da). Es urgente que se hable sobre la precarización de las cuidadoras que, además, muchas veces sufren abusos y racismo, y también que se le dé importancia al valor de los cuidados.

Las imágenes del exterior, de las mujeres que empujan una silla de ruedas o un cochecito, se mezclan con el recuerdo de mis niñas lactando, de cuando empezaron a caminar, o su primer día de colegio. También con mi presente que hace upa en un país ajeno, prepara loncheras, y que sostiene con todas las fuerzas y de todas las maneras que encuentro, día a día a través del amor. Mi propia migración ha sido un viaje largo con miles de imágenes, olores, sabores y reflejos del afuera. Pero, sobre todo, un viaje hacia adentro en el que compruebo que cuidar vale, aunque el sistema siempre mire para el otro lado.

“Cuando te digan que ‘romantizas’ los cuidados,

regá las plantas,

prepará un huerto -aún si solo cabe en la maceta-

 sacá a pasear al perro del vecino,

desconectá el teléfono,

mirá a los ojos,

fijate a quien podés llevarle unas lentejas.

De lo único que no vas a arrepentirte, será de lo que das”.

Ana Álvarez Errecalde, artista.