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Antón Chejov, figura cimera de la literatura universal.
Antón Chejov, figura cimera de la literatura universal.

La mirada de Chéjov

Con el sobretodo cerrado hasta el cuello, la gorra que dibuja una sombra en la frente, los botines de punta fina, sentado en el banco de un parque, la mano izquierda abrazando un perrito y la derecha en la empuñadura de un bastón, aquel hombre se retrata un día cualquiera de1898 en algún lugar cercano a la costa de Crimea. Bajo la nariz que anuncia recio olfato, bigotes y barba parecen una fina pelusilla que oculta la boca. Los ojos, al compás del seño discretamente fruncido, advierten agudeza e ironía, como si en realidad ellos fueran la lente y no lo que ella capta.

Se trata de un médico graduado en la Universidad de Moscú hace catorce años, devenido escritor con cuentos que aparecen en varias publicaciones, a la vez que dramaturgo con piezas como ‘La gaviota’, que recién llevada a las tablas en el Teatro de Arte de Moscú, ha conocido allí el éxito que antes le fue negado en los escenarios de San Petersburgo. Es alguien que ya confirma, con el oficio de su palabra, saber como pocos adentrarse en los resquicios del común y en los laberintos del alma.

A los 38 años de edad el día de aquella foto, ya sus pulmones son delicados, por lo que pronto viajará a Niza, en busca de los aires que tanta falta le hacen. Luego retornará de la Costa Azul francesa a Moscú, donde le harán Miembro de Honor de la Academia de Ciencias y retornará a su residencia en Yalta, tras casarse con una bella actriz moscovita.

A la sombra del matrimonio, se acrecienta con furor el embate de la dolencia pulmonar. Junto a su esposa se traslada al sanatorio de Badenweiler en los Alpes, mucho antes de que aquellos lugares sean escenarios para la pluma de Thomas Mann, casi para transformarse en un personaje de ‘La montaña mágica’, Allí fallece Antón Pavlovich Chéjov el 2 de julio de 1904. Había nacido el 17 de enero de 1860 en Taganrog, una localidad de Ucrania.

En su célebre ‘Curso de Literatura Rusa’, Vladimir Nabokov ha relatado un episodio que ilustra como pocos el poder de la mirada de aquel hombre. Cuenta el autor de ‘Lolita’ que en una ocasión, Chéjov inquirió repentinamente a un periodista que conversaba con él: “¿Sabe usted cómo escribo yo mis cuentos?”. El interpelado vio al escritor que tomaba el primer objeto al alcance de las manos, un cenicero, y al mostrárselo apuntaba: “Si usted quiere, mañana tendrá un cuento: se llamará El cenicero“. La aseveración, según advertía el reportero, se transmutaba en magia, como si de inmediato, criaturas y circunstancias imprecisas en torno a aquel objeto, comenzaran a concretarse, para indicar la audacia posible del don fabulador allí convocado.

Fue también Nabokov quien, al dejar constancia de su pasión chejoviana, apuntó: “Ningún escritor ha creado con menos énfasis personajes tan patéticos como los de Chéjov, personajes que se podrían resumir en una cita de su cuento “Camino de la escuela”: ‘Es incomprensible -pensó la maestra-, ¿por qué Dios da esta belleza, esta amabilidad y estos ojos tristes a personas débiles, desdichadas e inútiles, y por qué son tan atractivas?”.

La vida cotidiana y los entresijos de grandezas y miserias que convoca a través de hombres y mujeres que avisan con sus actos sobre los rumbos más insospechados de los sentimientos, es el espacio por excelencia donde Antón Chéjov revela su capacidad de atento observador, dotado de un poder verbal que tiene su énfasis en expresar lo máximo con lo mínimo. La apariencia de los cuentos suyos puede llevar a un encuentro con situaciones presumiblemente corrientes -y sin dudas casi siempre lo son-, pero en lo más íntimo, como una fibra de extrema delicadeza, la verdad se desnuda para mostrarse tal cual es.
Con pocas palabras, Chéjov construyó su mundo narrativo, para descubrir desde aquellos límites muchas cosas: al trasluz, personajes y situaciones se convierten en catálogo de interminables tonos para el conocimiento de lo humano. Allí se pone de manifiesto su capacidad inagotable para que la compasión y el humor sean el santo y seña de sus criaturas.

Dmitri Dmitrich Gurov y Ana Sergeyevna, los inolvidables personajes del cuento ‘La dama del perrito’, bien pueden confirmar el encanto supremo chejoviano en el despliegue de todo su arsenal para entregar una historia que constituye un conmovedor tratado de las pasiones, tierno y doliente. Otro tanto ocurre con la nouvelle ‘La sala número 6’, nacida de un viaje del escritor al archipiélago de Sajalín, centro penitenciario del régimen zarista, sitio donde los horrores parecen anticipar el infierno multiplicado del Gulag contado por Solzhenitsin. En aquella pieza narrativa, el hospital, sus empleados y sus enfermos, se convierten en alegoría, a la vez que la gravedad del relato se pone en evidencia con su honda humanidad.

Dueño y señor de lo trivial para convertirlo en asunto de sagacidad a la hora de contar, con especial énfasis en asomarse a lo extraordinario que puede anidar en las cosas de cada día, los detalles de su muerte bien le hubieran servido para un cuento con tales señas. Máximo Gorki lo recordó así: “La trivialidad se burló de él con una broma cruel: sus restos fueron colocados, en su último viaje, en un sucio vagón de transportar ostras. Poca gente fue a su entierro; algunos, que esperaban el cadáver en la estación del ferrocarril, confundieron a un general llamado Keller, cuyos restos viajaban en el mismo vagón, con los del autor de La gaviota y se sorprendieron malhumorados al escuchar música militar en el entierro”.

Antonio Tabucchi, en su ‘Sueño de Antón Chéjov, escritor y médico’, cuenta que alguna vez estaba aquel soñando en Sajalín, durante el viaje de 1890 a la colonia penitenciaria: la única forma para escapar Chéjov de aquel infierno era escribir un cuento. Así le ha evocado el autor de ‘Sostiene Pereira’: huyendo en lo alto de la noche a bordo de una carroza alada por caballos negros, donde dos actrices le acompañan. ¿Tal vez serían algunas de aquellas beldades que protagonizaban sus obras en el Teatro de Arte de Moscú? No sabemos: Tabucchi no lo dice. La única certeza que podemos guardar es la de la mirada de Chéjov, una de las más entrañables a la hora de la literatura.

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