A punta de lápiz

El novelista Martin Amis, autor entre otras obras de ‘Experiencia’ y ‘Koba el terrible’.
El novelista Martin Amis, autor entre otras obras de ‘Experiencia’ y ‘Koba el terrible’.

Cuando se desgranan los dientes

Los dientes son ahora asunto de cosmética. La porcelana u otro material níveo, fuerte y duradero son los elementos con que se fabrican las piezas que se compran para sonreír con frescura, pero aquel de sonrisa ‘efil’ no necesariamente es limpio ni tampoco culto o ejemplo de vida sana, decente, constructiva. Más de uno de aquellos no son más que seres que ambulan representando un papel cuyo histrionismo se sustenta en la blancura de su dentadura que lo muestra fuerte, con aire triunfador, aunque el aliento tenga la fetidez que llevamos en nuestras entrañas. Ya no se comen habas para endurecerlos ni consumimos calcio para que duren más tiempo, lo que importa es que sean relucientes, brillen como una luz al final del túnel de quien nos da su atención, qué importa si apenas se puede morder un pan.

Dentadura cariada y amarillenta es muestra de no saber vivir, es la imagen del perdedor. Los dientes cayéndose a pedazos, dejando vacíos oscuros son muestra de ignominia digna de las viejas brujas de Macbeth, presagian tragedia y horror.

Hasta hace un tiempo la caída de los dientes iba con el transcurso de la vida, con el carácter del individuo. Llevar dentadura postiza era signo de vejez o en su defecto de precaria, prematura decadencia de quien ha llevado su existencia sin cuidado, sin atender a las demandas de la apariencia.

Pero tener propia dentadura era signo de salud, de vida sana. Colocarse un puente dental, siendo aún relativamente joven, era como colocarse un piercing a los 80 años o llevar como estandarte un aparato para la sordera tan grande como la oreja, asunto para avergonzarse. Ahora ya no, ha ganado el cinismo de la falsedad como moneda corriente.

El escritor inglés Martín Amis apenas pasaba de los 45 años y sus dientes empezaron a desgranarse. Sí, literalmente, a ratos de uno en uno, los más a pedazos y no había higiene o calzas que detuvieran su deterioro dental. El dolor inaguantable no era físico sino de imagen. No podía sonreír y hablar libremente, se sentía como el portador de una infame enfermedad contagiosa que minaba no su cuerpo sino su espíritu. En cada pedazo de diente estorbando, mientras comía, se iba quedando el amor propio. Era como una concha abandonada sobre la arena, destrozándose a cada golpe de ola o por los pisoteos de los bañistas.
Dientes que no eran conchitas para coleccionar ni para cambiarle por monedas al ratón Pérez, eran, según Amis, el castigo a una vida no muy bien llevada, con muchos desafueros y no pocas traiciones.

Intentó de todo, por supuesto cambiarse toda la dentadura, y viajó de dentista en dentista, de país en país, pero atornillarle nueva dentadura fue más doloroso todavía, pues sus mandíbulas no soportaban las prótesis y su boca se abría para ingerir líquidos y para el torturador de turno, ubicuo personaje reciamente retratado en Max Von Sidow sobre la boca abierta de Dustin Hoffman en ‘Maratón man’.

Martín Amis, en esta época, empezó a escribir una de sus mejores novelas, autobiográfica. Experiencia que resultó la catarsis a su tragedia y a la vez el bálsamo para soportar la ausencia de sus dientes, que hacía de su rostro un guiñapo sin edad ni futuro.

‘Experiencia’ (2000) cuenta las aventuras juveniles de un estudiante galés con hachis, amores soñados y mentidos, la familia -un padre ‘soberbio’, una madre, una madrastra, una prima- un asesino múltiple, divorcios paternos y personales, atravesado por la pérdida prematura de la dentadura y acuchillado por el dolor de muelas reincidente, como un símbolo que nos recuerda que aquel que no puede sonreír con libertad ha perdido su identidad. La literatura, como experiencia leída y práctica, que va desde Shakespeare hasta Borges; Saul Bellow como paradigma contemporáneo, Gore Vidal, Nabokov, Larkin o Rushdie.

Martín Amis es novelista que trata de narrar la novela de su vida como una biografía real y documentada, sabiendo que cuando la literatura nombra a las cosas, sólo pertenecen a la ficción. Relato certero de un deudor con su vida que se trueca en el acreedor de la que le queda por sobrevivir. Es una aclaración, confirmación, ubicación y disección de un cierto ‘incesto’ literario y vital con su padre, el también escritor Kingsley Amis, y los seres amados u odiados.

Amis nos lleva de la mano de un personaje (él mismo) pequeño de estatura, fornido, cínico, osado, ególatra y acomplejado; valiente y temeroso a la vez, en especial cuando habla del amor. Contrariamente o a la par de la imagen del personaje, esta ‘ficción’ está escrita con maestría aunque, a veces, peca de políticamente correcta; es descarnada entre líneas, en lo sugerido, en lo no dicho; connotativa, flemática e hipócritamente inglesa, que no desnaturaliza ni minimiza su carácter original: la autobiografía, ni el definitivo: la de una verdadera novela.

Más tarde Amis escribirá ‘Koba el terrible’ (2002). La risa y los 20 millones acerca del genocida Stalin, crónica que repugna hasta el vómito haciéndonos sospechar que la especie involuciona y va camino de regresar a su primigenia condición de ameba, y Dios parece una sombra de la caverna de Platón.

Sin dientes un hombre no es más que una cueva vacía e inhóspita, pero ahora que pueden cambiarse como la misma facilidad de un botón en la camisa, las sonrisas llevan la blancura de lo espurio, la hipocresía como virtud y la falacia como propaganda para sostener la fe en el maquillaje de una virgen, evitando aceptar el deseo inicuo que nace del hirsuto monte de Venus.

Se desgranan los dientes de la sociedad y nada parece que conseguirá darle una prótesis para salvarla del triste futuro que le espera porque sus ídolos apenas tienen la cosmética de sus dientes, aunque por detrás estén deshaciéndose como simples ídolos de barro que son. Se ha perdido la inocencia.