A punta de lápiz

A punta de lápiz
A punta de lápiz

Yo soy Bond, James Bond

La tendencia actual, cuando se produce una obra –cinematográfica en este caso- es la de curarse en sano. Se dan explicaciones que nadie pide, se pretende modernidad cuando se carece de ella, se habla de pacifismo cuando es la guerra lo que se espera, o Shakira que quiere un idilio paradisíaco con su novio con la debida separación de bienes, no vaya a ser que el amado se fije en otra cadera y quiera su parte económica con la primera. No es que sea un vil delincuente, no, pero, por si acaso.

Cuentan por ahí los exegetas del gran espía inglés, que ahora, en Casino Royal, dirigida por Martin Campbell, es más maduro, más humano, tiene sentimientos, en fin es más real. Y claro el escogido es Daniel Craig un ciudadano de origen inglés, con estatura y orejas de elfo, digno de El señor de los anillos o, menos fantasioso, para interpretar a aquel detective urbano, experto para el disfraz llamado Bareta, pequeño y casi, casi rechoncho, cuya fuerza y pasión estaba dirigida a defender putas, a recuperar el bolso de la anciana de turno y patear como se merecen a los vendedores de drogas de una urbe sórdida.

El humanísimo James Bond, en Casino Royal, quien bien puede ser Juan Bermúdez –no el descubridor de las islas del mar Caribe-, miembro de un cuerpo policial de elite (PTJ) en una ciudad sin abolengo. M, jefe del agente, lo maltrata como a un patán en busca de ascenso, pero lo aguanta porque su instinto asesino es útil. El espía sufre de soledad y abandono y sus ojillos azules están casi siempre a punto de la marejada del llanto, sufre, Bond, sufre. No empieza mal la película, cuando el súper espía salta entre edificios, en persecución del atlético enemigo que tiene información y una bomba, pero el ‘normal’ héroe cuando falla un paso cae cual fardo ridículo como la camisa floreada que viste a lo Miami Vice pero sin clase.

Casino Royal es la primera novela de Ian Fleming y considerando la época y experiencia en espionaje del creador de Bond, algunas de las situaciones “realistas” de la aventura justifican su puesta para televisión, aparte de que el gran espía se estaba puliendo, aún era una tosca piedra con belleza interior. Es de suponer que hubo escuelas para espías, como hay escuelas para diplomáticos y sabido es que ninguna escuela hace de su alumno lo que éste no logra por talento. James Bond es alto y atlético, no musculazo cual buen peso liviano de la MBA , tiene cultura universal no de magazine de consultorio dental y menos el conocimiento de ‘muy interesante’ para saberlo todo.

El espía de Daniel Craig –actor con cierto fuste- es tan patético que uno no puede sino tener lástima y dan ganas de ofrecerle el hombro para que desfogue tanto sufrimiento. Su chica ‘Bond’, Eva Green, no es tan glamorosa, ni bella ni inteligente como las otras, es una pretenciosa maleducada con aires de feminista a ultranza, quien seduce al espía con muchos no, no hablo del Doctor No, precioso inicio de la saga con Sean Connery. Los malos de Casino Royal golpean, patean y torturan a este James, que uno piensa en llamar a ‘Derechos Humanos’ para que ayuden a evitar tanto salvajismo.

El Bond-Craig, quien, dicen, ya no es adolescente, es rudo cual muchacho en la edad del burro, léase puericia, necio hasta no más, sin mente estratégica va a la batalla como una tromba torpe y sin guía, golpes y disparos dignos de Steve McQueen y burdo a lo Belmondo. El juego de poker (texas holden, de moda) no se acerca ni siquiera a esos duelos de baraja tan bien logrados en western italianos. Bond-Graig se disculpa, pide perdón por haber fallado, ¡ay! qué valentía espiritual.

James Bond soy yo. Mido 1,83 m. ojos claros, de peinado varonil cuyas hebras luego de una inmersión submarina vuelven a su lugar al instante. Seduzco con mi sola presencia porque sé cómo llevar smoking, la elegancia me es intrínseca como mi mente. Se hablar muchos idiomas incluyendo el quichua y me sale tan natural como si hubiera vivido en el Reino de Quito. Las mujeres se rinden ante mí porque la sabia naturaleza junta a los mejores de la especie para preservarla, nada tiene que ver con la moral. Y salvar a la Reina es asunto tan serio que la salvo corriendo todos los peligros inimaginables que son tan suaves como beberme un martini. Venzo a mis enemigos porque encuentro su punto débil en un libreto escrito para mi egolatría. Soy tan ficticio como un dios, por eso todos quieren emularme.