Jorge Carrera Andrade: ‘Hombre planetario’, trascendente canto de cisne

Alejandro Querejeta Barceló

Ante la universalidad de Jorge Carrera Andrade (1903-1978) no caben clasificaciones simplistas. Y una nueva lectura no solo nos lo devuelve entre los grandes de nuestra poesía hispanoamericana del siglo XX -Huidobro, Vallejo, Neruda, Lezama, Paz-, sino que lo enlaza con la poesía de esta nueva centuria, como uno de sus precursores.

Porque, definitivamente, la suya es una poesía de búsqueda y celebración de lo esencial: la luz, las cosas, el hombre, el paisaje interior, lo trascendente. Algo que se significa en el extenso poema ‘Hombre planetario’, que figura por primera vez en su ‘Obra poética completa’ de 1959.

Esas estrofas irregulares son el ‘canto de cisne’ de la posibilidad, en medio de la Guerra Fría y desde los sentimientos más que de la razón, de establecer puentes entre los hombres, de ubicar de nuevo a los descendientes de Caín en una Arcadia imposible. En el poema se sustenta una propuesta ética de lo visible, como para alcanzar de alguna manera lo oculto, una categoría espiritual superior.

Utopía imaginada

El poema posee cuatro partes: la primera, de las estrofas I a la VII, abarca los temas del ser, la eternidad, el tiempo y el poeta mismo. La segunda, de la estrofa VIII a la XVIII, trata del mundo moderno tal como lo percibía el poeta. Luego, en la estrofa XIX, se describe la utopía imaginada por Carrera Andrade. Por último, en la cuarta parte, en un noble acto de exultación, el poeta se identifica con su prójimo de todas las latitudes. Anida en estos textos “el dolor: la pérdida de los significados modernistas de los seres”; es decir, para el poeta la utopía sería ajena a la sociedad occidental, pero también al socialismo de la Europa del Este. Ya en 1940, en su libro de crónicas Latitudes, había desentrañado genialmente su exacta naturaleza.

“Alta silueta entristecida” llamó Salinas a su amigo ecuatoriano, y en el poema el sujeto lírico es fantasma entre las casas: “el personaje adusto/ con un gabán de viento que atraviesa/ el teatro de la calle”. Tal es la primera y terrible estrofa, reconocimiento de su irrealización. La segunda comienza con una confesión estremecedora: “Camino, mas no avanzo. / Mis pasos me conducen a la nada”. Enseguida vuelve a nosotros la imagen de Carrera Andrade que se reproduce al inicio de este ensayo: “¿Soy esa sombra sola/ que aparece de pronto sobre el vidrio/ de los escaparates?”. Pocas veces en la poesía hispanoamericana se constata un sentimiento de atroz desolación semejante.

El poeta no se permite un respiro, y la estrofa cierra a la manera de un portazo: “¿Malbaraté el caudal de mi existencia? […] Nada importa: / Se pasa sin pagar al fin del viaje/ la invisible frontera”. Y la sombra de la muerte, la muerte cotidiana, la de cada hora y minuto, nos muestra su rostro en la tercera estrofa. Es el ir del lunes al domingo de cada semana, todas iguales, todas descorazonadoras, “siempre dispuesto a levantarse tarde, / a recoger el sol sobre una silla/ y a cerrar una puerta hacia el pasado”.

Hay en este texto lo que Cintio Vitier señalaba como una de las corrientes espirituales, profunda, raigal en la poesía latinoamericana: el frío. Un frío que incluye la coincidencia con la realidad, ausencia de destino, insuficiencia para la comunión humana profunda, atmósfera de resentimiento y de rencor, vida oculta, desamparo, desolación. Un frío que recorre gran parte de la obra de Carrera Andrade desde la década del cincuenta.

40
años de su partida se conmemoran este 7 de noviembre.Preguntas metafísicas

En la siguiente estrofa vuelven las preguntas metafísicas, que vienen a alojarse en nuestro aquí y ahora, con no sé qué de acusación incontestable: “¿Soy sólo un rostro, un nombre, / un mecanismo oscuro y misterioso/ que responde a la planta y al lucero?”. Entonces resurge el motivo del polvo: “ropaje de polvo”, que encubre “este armatoste de cal viva”, “que marca mi presencia entre los hombres”. Y enseguida otra pregunta nodal: “¿Qué mueve al mecanismo transitorio?”. El cristianismo ingenuo que alguna vez Carrera Andrade dijo profesar, se ha transfigurado ahora en aquel cristianismo agónico tan caro a Miguel de Unamuno. Es decir, en un asedio de lo trascendente: “Soy sólo un visitante/ y creo ser el dueño de casa de mi cuerpo, / nocturna madriguera iluminada/ por un fulgor eterno”.

Hombre planetario no oculta esa búsqueda de la eternidad en cada cosa, en el espacio “donde boga/ el luminoso enjambre”, en el puntual amanecer de cada día. Culmina la estrofa con unos versos reveladores: “Eternidad, te busco en el minuto”. Se percata entonces de que los signos de lo eterno le rodean, pero que su transitoriedad es insoslayable, y que, en definitiva, mortal al fin, él es solo “un simple pasajero del planeta”.

En las estrofas siguientes explora su entorno, mediante un sistema de círculos concéntricos, empezando por el amor, que “es más que la sabiduría: / es la resurrección, vida segunda”. Y se acerca a la amada y ve su cuerpo como “un país de leche y miel”, eco del ‘Cantar de los cantares’. Concluye la estrofa con su propia biografía: “Minero del amor, cavo sin tregua/ hasta hallar el filón del infinito”.

La deshumanización del hombre, su dependencia de una vida vacía, se devela en el poema: “Sobre el asfalto expira una paloma/ atropellada por un automóvil”. El poeta denuncia la mentira entendida como sistema. Todo se opone a la condición esencial del hombre “mineral y planta a un tiempo, / relieve del planeta, pez del aire, / un ser terrestre en suma”.

Un reclamo a Dios

El escenario donde “los soldados de plomo» de las fábulas infantiles se vuelven hombres y «exterminan el verde de este mundo”, ocupa en ‘Hombre planetario’ las estrofas de la segunda parte. Y también es un reclamo a Dios mismo que “contempló en silencio/ el sacrificio de los inocentes/ y su mundo en escombros”. Concluye esta cantata -pues se siente una música coral entre sus versos- con la exaltación de ese hombre “con sed de sombra verde”.

Carrera Andrade fue ajeno a las modas de su tiempo -los ismos, las utopías sociales y estéticas, los mesianismos siempre perecederos-, gracias a un obstinado y original ejercicio de independencia creativa. No se interesó en rejuegos formales que condujeran a una “oscuridad voluntaria y ficticia”, ni en el enrevesamiento sintáctico como posible potenciación de lo poético. Hay en sus versos una sobria musicalidad; no necesitó incorporarles ritmos que no fueran los de la poesía misma.

Es el suyo un estilo transparente, sólidamente comunicativo, despojado de la amanerada erudición habitual en muchos de sus contemporáneos. Tampoco cultivó, en su etapa de madurez, el panfleto circunstancial. Fue su soledad el precio de aferrarse a la idea de hacer del poema un camino de libertad. Estos son los secretos de su permanencia, cuanto lo singulariza de entre los grandes poetas hispanoamericanos de todos los tiempos.

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