¿Vuelve el reino de las sabatinas?

Los nuevos funcionarios del correísmo intentan llenar el vacío comunicacional que dejó el gobierno. Para ello, emplean el mismo modelo de hace más de una década, pero ni ellos son Correa ni Ecuador es el mismo.

Un gobierno tan polémico como el de Guillermo Lasso despierta una inmensa diversidad de opiniones; sin embargo, hay algo en lo que los analistas de todas las tendencias están de acuerdo: gestionó muy mal su comunicación.

Algunos creen que no supo comunicar todo lo que hizo bien; otros, que además de hacer todo mal, ni siquiera pudo maquillarlo con un relato convincente. Independientemente de los divergentes juicios al respecto, el régimen saliente deja una sed de información entre la ciudadanía, un vacío que otros actores políticos buscan llenar. 

Los tiempos de las sabatinas

El gobierno del expresidente Rafael Correa fue conocido por su Enlace Ciudadano, popularmente conocido como “la sabatina”.

A lo largo de sus mandatos, condujo 523 de estos programas; el entonces presidente de Venezuela, Hugo Chávez, también aplicó desde un inicio ese formato, que a su vez se inspiraba en los larguísimos discursos que, en una época de menor penetración de los medios, impartía el dictador cubano Fidel Castro cada que tenía la oportunidad.

En el caso ecuatoriano, en un sentido comunicacional, el modelo resultó sumamente exitoso.

Le permitió al régimen apoderarse de la narrativa y dictar la agenda de la ciudadanía; fiel su creencia de que la opinión pública pesaba más que la opinión ‘publicada’ —el contenido de los medios o los pareceres de los expertos más conocidos—, juzgaba el impacto de los enlaces en función de encuestas y mediciones entre la gente, y no de lo que se dijera en el debate público de alto nivel.

Este éxito se asentaba en elementos que sus imitadores deberán ser capaces de implementar. 

El primero era la capacidad narrativa de Correa y su equipo. Hicieron de la gestión del Estado ecuatoriano una verdadera telenovela.

Cada semana, había sorpresa, tensión, conflicto, heroísmo; imperaba el elemento emocional y cualquier episodio de la administración pública bastaba para presentar un pequeño drama.

Se suponía que era un espacio de rendición de cuentas, pero de poco servía intentar rendir cuentas a una población que ni siquiera entendía el funcionamiento del Estado; en la práctica, se tornó un espacio de entretenimiento en el que se aprovechaba para adoctrinar a la audiencia en la visión correísta de lo público. 

El segundo era la centralización de la información. La ‘sabatina’ se volvió una especie de gran rueda de prensa semanal, en la que el mandatario expresaba su opinión sobre los temas más diversos e informaba sobre todo, desde lo más ambicioso hasta lo más intrascendente. Ello obligaba a los medios a estar pendientes y dictaba a sus propios funcionarios la línea discursiva a la que debían apegarse. 

Educar y pelear

 El tercero era la pasión del expresidente por la cátedra. Le gustaba hablar, sentir que estaba educando al público y, además de su talento narrativo, tenía facilidad para las analogías y los eslóganes.

Durante las horas y horas que duraban sus intervenciones, y frecuentemente con la voz afectada por el exceso de uso, conseguía mantener un entusiasmo contagioso. 

El cuarto era la creación de antagonistas. Lo que más criticaba la oposición, pero que a la vez también seducía a la opinión pública, era el pugilato retórico que se reflejaba en el enlace contra todo aquel al que el régimen considerara un villano.

Bajo la retórica del presidente, gobernar era conflicto permanente; su talento para caracterizar y caricaturizar a sus adversarios, para narrar choque e intrigas, resultaba irresistible para la muchedumbre.

Además, la confrontación le inyectaba al expresidente una vitalidad única; mientras más difícil era el embrollo en el que se encontraba el gobierno, más emocionante resultaba la sabatina de esa semana.   

Por todo ello, ese modelo de comunicación centralizado, histriónico y sobresaturado resulta tan difícil de emular. En su momento, el correísmo buscó imbuir al ex vicepresidente Jorge Glas en esa dinámica, con miras a que tomara la posta, pero fue infructuoso; carecía de la capacidad de elaborar una narrativa cautivante, como lo hacía Correa, sobre la semana de labores.

El expresidente Lenín Moreno también lo intentó, pero, por más que tenía talento para el humor y la cercanía con la gente, no lograba crear la atmósfera de crispación y conflicto que fascinaba y unía al correísmo.

A su vez, al presidente Guillermo Lasso no le gusta hablar, al menos no tanto como a sus predecesores; no fue capaz de mantener ni siquiera una entrevista semanal y parece enredarse hasta con los más nimios mensajes a la nación. 

Otros público y otros medios

A todo ello debe sumársele la inmensa cantidad de complementos con los que contaban las sabatinas. Había una abundante producción audiovisual y escénica —en la que se incluían desde bien elaborados videos injuriantes hasta presentaciones en vivo— que abonaba a la sensación de espectacularidad.

Y todo ello sin contar con el inmenso aparataje de propaganda que inundaba al país, el refuerzo de los medios públicos e incluso la producción regular de documentales y arte subsidiado que reforzaban la línea discursiva del régimen. 

Por último, se debe tener presente las particularidades del momento histórico. La década correísta transcurrió en un momento único de la historia de los medios.

La opinión pública no estaba todavía familiarizada —y por lo tanto era más susceptible— con la propaganda oficial y los medios públicos. La prensa tradicional estaba golpeada por los cambios tecnológicos y no terminaba de articular su respuesta. Las redes sociales no habían alcanzado aún su auge. Todo eso ha cambiado. 

Los herederos del vacío

El vacío informativo que ha creado el gobierno de Lasso sigue vigente, pero habrá que ver si el modelo correísta de las sabatinas —como lo están haciendo el alcalde Pabel Muñoz o Alembert Vera, del CPCCS— es la respuesta apropiada.

Ambos están abocados a aumentar sus índices de reconocimiento y aceptación en base a presentaciones que siguen ese mismo modelo, pero su cargo en sí no se presta para ello.

El trabajo de un alcalde enfatiza mucho más los elementos ejecutivos y empresariales que las pugnas ideológicas y duelos de voluntades que requieren la Presidencia o el Legislativo; el protagonismo suele estar más en las obras que en los actores.

En el caso del CPCCS, sus funciones son tan claras como sosas, y la única forma que tiene un funcionario ambicioso como Vera de tornar a ese cargo interesante es inmiscuyéndose en pugnas que no son de su competencia.

Además, en definitiva, no tienen la infraestructura ni el puesto como para edificar una comunicación centralizada de ese tipo, ni la ciudadanía privilegia ya ese tipo de espacios.

El expresidente Lucio Gutiérrez suele lamentarse amargamente de que el desventurado desenlace de su gobierno fue producto de la falta de inversión en comunicación; probablemente, en unos años los seguidores del presidente Lasso digan lo mismo sobre el suyo.

Sin embargo, como reza el dicho, las batallas de hoy no se vencen peleando como se pelearon las batallas de ayer. Quien encuentre la respuesta, logrará llenar el vacío de narrativas que deja este régimen.