Sin reformas sustanciales, la democracia no terminará de establecerse

Ecuador, pese a más de cuatro décadas de esfuerzos, no es ajeno a la crisis de legitimidad que enfrentan las democracias a escala global. Superarla requerirá reformas profundas.
Ecuador, pese a más de cuatro décadas de esfuerzos, no es ajeno a la crisis de legitimidad que enfrentan las democracias a escala global. Superarla requerirá reformas profundas.

La democracia no ha conseguido establecerse verdaderamente en el país. Esto puede cambiar, pero para ello se requiere tanto resucitar instituciones del pasado como verdaderas reformas económicas.

“Lo que hemos vivido desde 1979 hasta hoy es un intento fallido de establecer la democracia en Ecuador”, asegura Paolo Moncagatta, decano del Colegio de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad San Francisco de Quito. Aunque destaca la esperanza y la entrega que caracterizaron al país y su clase política en los primeros años del retorno a la democracia, bajo un riguroso sistema de partidos, enfatiza que más pesaron otros factores, que han terminado sepultando la confianza en el sistema.

El primero fue el tradicional personalismo del sistema político ecuatoriano, la incorregible debilidad por los caudillos. El sistema de partidos, que había sido cuidadosamente diseñado para prevenir ese mal, fue paulatinamente socavado hasta que, finalmente, ya no quedan tiendas ideológicas, sino feudos personales. Hoy, explica Moncagatta, los partidos en su mayoría ya no son escuelas de formación de cuadros ni generadores de alternativas para el país fieles a una visión política, sino simples organizaciones de ideología difusa y bajísima militancia, que no dudan incluso en ponerse al servicio de políticos improvisados que, por mero trámite, requieren una afiliación. En ese mismo fenómeno, añade, se encuadra el expresidente Rafael Correa, cuyo accionar, según Moncagatta, sí provocó un debilitamiento de la democracia ecuatoriana más profundo y duradero de lo que se había visto antes; paradójicamente, señala, dicho mandatario conquistó el poder por medio de vías democráticas que luego, una vez posesionado, buscó sabotear.

Para Moncagatta, construir un verdadero sistema democrático en el país —vacunado contra caudillos y autoritarios, y que asegure que los próximos cuarenta años serán mejores—  requiere reformas de diversa índole. Primero, está lo institucional; asegura que debe reformarse el Código de la Democracia para volver a un sistema de partidos fuertes, ideológicos, que reinstauren una cultura de formación política puertas adentro y garanticen la calidad de la participación política.

En segundo lugar, Moncagatta no duda al afirmar que se requiere una verdadera clase política profesional en el país. Está de acuerdo en que sea bien pagada y enteramente dedicada a su función, pero se requiere mejorar sustancialmente su formación. Ello requiere un esfuerzo de parte del sistema educativo, de los partidos y del Estado, pero también de los propios aspirantes a políticos. La costumbre de incursionar como un advenedizo en la política, empujado por la fama y las conquistas en otras esferas, para llegar directamente a puestos determinantes como presidente o legislador, no puede continuar; los futuros políticos de talla nacional deben comenzar desempeñándose y formándose a nivel local, progresando paulatinamente conforme avanza su comprensión del Estado y de su oficio.

Por último, se requieren también transformaciones socioeconómicas sin las cuales, según Moncagatta, la democracia resulta inviable. No se puede proseguir con la exclusión de importantes sectores de la población —entre los que destaca a la población indígena, la cual pese a ser la más organizada políticamente, sigue sin ser efectivamente incorporada al sistema político, y al inmenso sector precarizado de jóvenes urbanos desempleados, sin acceso real a los servicios públicos—. Se requiere una disminución real de la desigualdad económica hasta niveles tolerables en una democracia y, sobre todo, impulsar la verdadera presencia del Estado y de los servicios públicos en todos los rincones del país.

Según Moncagatta, mientras el país se niegue a asumir la peligrosidad de sus propios demonios que amenazan a la democracia —como el caudillismo, la carencia de una clase política educada, la desigualdad extrema o la falta de presencia del Estado— y conducir un esfuerzo coordinado institucional contra ellos, sobran los motivos para el pesimismo, especialmente en el delicado momento global de crisis de las grandes democracias. Frente a ello, juzga que es importante que todo ciudadano recuerde que no es necesario llegar a la Presidencia para ejercer y mejorar la política; manejar una cultura de diálogo, consensos, debate constructivo y respeto al derecho ajeno y los acuerdos, aunque sea a nivel de barrio, ya implica sembrar una nueva cultura política que, a la larga, también hará la diferencia.