Limitaciones que tienen los Presidentes con la Constitución de Montecristi

SÍMBOLO. Detalle de la banda presidencial.
SÍMBOLO. Detalle de la banda presidencial.

La Constitución vigente es un inflexible proyecto ideológico diseñado para imponerse y preservarse. Un presidente no es el piloto que fija su rumbo, sino el conductor de un tren, que solo va por una riel ya establecida.

En cada campaña presidencial, los candidatos actúan como si estuviesen a punto de ser nombrados monarcas absolutos, mientras los votantes elevan pedidos utópicos y desproporcionados, propios de cartas a Papá Noel. La euforia que despiertan los comicios hacen que tanto los políticos como la ciudadanía olviden que el presidente de la República, por todas las disposiciones incluidas en la Constitución, tiene muchísima menos libertad de acción de la que se cree. Poco importa la ideología o el plan de gobierno que pueda tener un candidato cuando la carta magna constituye ya, de por sí, un inflexible proyecto ideológico diseñado para imponerse y preservarse independientemente de quién gobierne.  En cada uno de los ámbitos más trascendentes el curso del país está ya definido y poco importan las ofertas que —por desconocimiento o demagogia— se escuchen en campaña.

No habrá un Bukele

Por el miedo que despiertan el crimen y la violencia, el campo de la seguridad es el que más se presta para arrebatos populistas. Los votantes suelen exigir la pena de muerte, pero esta está prohibida tanto por la Constitución —artículo 66, numeral 1— como por convenios internacionales —especialmente el Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que Ecuador ratificó en 1993—. Igualmente, cuando los candidatos prometen ‘mano dura’ o que ‘se les acabó la fiesta’ a los delincuentes, olvidan que nuestra Constitución pone limitantes que en otros países no existen. Una medida de castigo tan común, como el confinamiento solitario, está explícitamente prohibida —Art. 51—, así como cualquier trato que puede ser considerado ‘tortura’ o ‘degradante’, lo cual excluye los procedimientos usuales que se emplean en las cárceles de máxima seguridad que los votantes suelen ver en películas norteamericanas o en propagandas de Nayib Bukele. El sistema penitenciario ecuatoriano se basa en una filosofía que se hace responsable de los presos y busca asistirlos, por lo que habla de ‘rehabilitación integral’ y ‘reinserción en la sociedad’ —art. 201— y contempla la ‘atención de sus necesidades’ —Art. 51—; esto difiere inmensamente de los sistemas de otros países, que buscan, por medio del castigo, aleccionar al preso y, sobre todo, de disuadir al resto de ciudadanos de imitarlo.

Lo mismo sucede con la fantasía de cruzadas judiciales o de ‘guerras contra las mafias’. Todas las garantías básicas en un proceso penal —estipuladas en el Art. 77— bastan para echar por tierra cualquier fantasía que esté vendiendo algún candidato inspirado en Duterte, Guantánamo o Núremberg. Además, cualquier iniciativa de ese tipo no le compete en absoluto al presidente, sino al Judicial, que debe seguir el debido proceso —Art. 76— que no deja espacio a grandes ‘innovaciones’. Incluso iniciativas como la de ‘jueces sin rostro’, que tantos candidatos mencionan, no son permitidas por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, cuya supremacía la Constitución ecuatoriana reconoce.

Fantasías libertarias

Tan o más fantasiosos resultan los proyectos de crecimiento económico y desregulación que provienen de los círculos liberales o libertarios. Todas las iniciativas que pudieran llevar a la economía ecuatoriana a niveles de crecimiento de un país pujante enfrentan barreras constitucionales insalvables.

Muchos sectores aseguran que la única posibilidad verdadera de crecimiento a pasos agigantados viene del extractivismo. Lamentablemente, resulta iluso esperar un aumento sensible de la producción petrolera o minera. En el campo de los hidrocarburos, un aumento considerable resulta improbable con las reservas actuales y encontrar nuevos yacimientos, tal y como se hizo entre los años 40 y 70 resulta imposible; algunos sectores lograron que la quinta parte del territorio nacional, especialmente zonas en las que es más probable la presencia de hidrocarburos, fuera considerado área protegida y la Constitución —Art. 407— prácticamente impide su exploración. La minería enfrenta obstáculos similares provenientes del Art. 57, que pese a que no define objetivamente quiénes son las “comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas, el pueblo afroecuatoriano, el pueblo montubio y las comunas” les garantiza a estos una serie de derechos —desde la participación hasta la consulta previa— que dificultan cualquier proyecto. A ello se le deben sumar los llamados ‘derechos de la naturaleza’ —contemplados en los artículos 72 y 73— cuyas nociones de restauración y precaución, deliberadamente ambiguas, amenazan cualquier iniciativa extractivista.

Más utópico aún es aspirar a un régimen de propiedad privada del subsuelo, como el que existe en Estados Unidos. El estatismo ecuatoriano es intransigente en nuestra Constitución. No solo que la riqueza del subsuelo le pertenece al Estado —Art. 408—, sino que la vaga noción de “sector estratégico” —Art. 313— abre la puerta a cualquier arbitrariedad. Como si eso no fuera suficiente, el principio constitucional de que el Estado siempre debe ganar más que las empresas que exploten sus recursos naturales —Art. 408—  significa, para un país carente de capital y de tecnología como el Ecuador, que una serie de proyectos de rentabilidad media o modesta, que sí podrían hacer una diferencia en gran cantidad, jamás se llevarán a cabo.

Quitando el extractivismo, la otra gran fuente de esperanza entre los adeptos a la libertad económica suele ser la reforma laboral, la creencia de que un régimen de contratación y despido mucho más libre, como los que imperan en la mayoría de los países desarrollados, significaría un drástico aumento en productividad y crecimiento. Lamentablemente, la Constitución hace que eso sea imposible. La idea de la progresividad de los derechos y la insistencia en que cualquier regresión es inconstitucional —“disminuya, menoscabe o anule injustificadamente el ejercicio de los derechos”— contempladas en el Art. 11 ponen fin a cualquier aspiración de un régimen laboral que acompañe, con incrementos y contracciones, eficientemente a los ciclos económicos. Peor aún, los artículos 326 y 328 elevan a principios constitucionales todos los elementos que impiden la generación de empleo al tornar la contratación, el despido y las relaciones laborales tan riesgosas y costosas. Luego, el carácter constitucional del costosísimo e ineficiente modelo de seguridad social del país —cimentado en los artículos 34 y 371— basta para sepultar cualquier esperanza de una transformación laboral. Lo mismo sucede con el sueño de una liberalización comercial; el art. 304, con su obsesión por la soberanía y sus ideas excéntricas como ‘comercio justo’ deja en claro que la economía ecuatoriana permanecerá cerrada.

Los cheques ya están firmados

Otros mitos típicos de la época de campaña, como el de la ‘disciplina fiscal’ o la ‘reducción del gasto público’, también se diluyen al enfrentarse a la Constitución. El art. 298 contempla preasignaciones presupuestarias, con aumentos anuales y metas establecidas. Solo entre los rubros de seguridad, salud, educación y seguridad social se consume casi la mitad del presupuesto nacional, aunque irónicamente casi todo ello va para gasto corriente. A ello se le debe sumar los porcentajes preasignados a los Gobiernos Autónomos Descentralizados —Art. 271—  de los ingresos del Estado. Todo esto, combinado con la rigidez del régimen laboral y la dificultad de reducir personal que implica, reducen inmensamente el espacio de maniobra de cualquier gobierno. Un rubro considerable sobre el que el Ejecutivo puede actuar es el de los subsidios a los combustibles y el de los bonos —que suman más del diez por ciento del presupuesto—, pero ambos, dada su popularidad, conllevan un suicidio político. La posibilidad de aumentar considerablemente los ingresos por servicios públicos —especialmente la electricidad y el agua potable, que son inusitadamente baratos en Ecuador— se torna imposible; la concepción constitucional de estos servicios —Art. 313— no permite el cálculo de costos, mucho más eficiente, que se lleva a cabo en otros países.

Así, un presidente ecuatoriano no es el piloto de una nave, que puede elegir libremente su dirección, sino apenas como el conductor de un tren, que solo puede elegir si avanzar más rápido o más lento por una riel que ya está establecida. Creer que se puede vulnerar o sortear la Constitución, como en otros tiempos, también resulta ingenuo. En el ordenamiento actual, la Corte Constitucional es inmensamente poderosa y ya ha demostrado de sobra que está dispuesta a usar sus facultades y defender con uñas y dientes este modelo. Como si ello no bastara, esta Constitución reconoce además en el Art. 424 que “los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por el Estado que reconozcan derechos más favorables a los contenidos en la Constitución, prevalecerán sobre cualquier otra norma jurídica o acto del poder público”, una claudicación en soberanía a la que muchos países, especialmente las potencias, se rehúsan a rajatabla. Este elemento hace que cualquier gobierno enfrente no solo la espada de Damocles de la Corte Constitucional, sino también la de instancias internacionales y sus posibles sanciones, algo que para el Ecuador —inmensamente dependiente de la economía internacional— resulta gravísimo.

Todo esto permite entender por qué incluso un presidente como Guillermo Lasso, que presumió de liberal durante una década, terminó conduciendo un gobierno igual de estatista, hiperregulador e ineficiente que el de sus antecesores; con el agravante de que, al verse sin margen de maniobra fiscal, intentó cuadrar las cuentas subiendo impuestos y eliminando inversión pública. La Constitución de 2008 no ha enfrentado una oposición vehemente; a nadie parece molestarle su parte dogmática y el consiguiente festín de ‘derechos’.  Los supuestos defensores de las ideas republicanas o de la democracia liberal en la actualidad no se oponen a ella con el mismo fervor ideológico con que conservadores y liberales se opusieron a las insignes constituciones de 1945 o 1979, también impregnadas de ideas similares. Cualquier presidente parece dispuesto a pasar por alto todos los obstáculos que esta Constitución conlleva, fascinado por la posibilidad de manejar más de treinta mil millones de dólares del presupuesto general del Estado y disfrutar todo el poder formal que el hiperpresidencialismo le concede.

Todo pasa

Sin embargo, nada de esto significa que el destino de Ecuador esté fatalmente determinado. Las más importantes rupturas o transformaciones del modelo del Estado ecuatoriano —como las que protagonizaron Eloy Alfaro, Alberto Enríquez Gallo, Velasco Ibarra o Guillermo Rodríguez Lara— han estado atadas a los grandes cambios geopolíticos y de concepciones dominantes en el mundo. La Constitución de 2008 fue el producto tardío de un momento ideológico que ciertos sectores internacionales gestaron por más de tres décadas. La rigidez de su modelo significa que para salir de este se requiere una fuerza igualmente poderosa, mucho más potente que un simple sector del electorado ecuatoriano. Muchos de los principios doctrinarios y filosóficos sobre los que se levantó la Constitución de Montecristi se están tornando obsoletos, impopulares o incluso aborrecidos a una velocidad acelerada, y la realidad geopolítica a partir de la que se construyó ya ha quedado atrás. Tarde o temprano, esa gran marea llegará al país, barrerá este orden y abrirá la posibilidad de una nueva transformación del Estado ecuatoriano. Mientras, los candidatos y los votantes harían bien, al menos, en tener presente qué es posible y qué es apenas fantasía (DMS).

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