Un mundo sin persianas

Juan Aranda Gámiz

Habitamos casas con varios ventanales, con el propósito de ver la calle y sus habituales correteos de inquietudes, pero nos acostumbramos a colocarles persianas para proteger nuestra intimidad.

La persiana está diseñada para separar espacios, dar un toque de esencia al cuarto y sustituir a una pared que puede plegarse, cuando se quiere un espacio recatado y se despliega cuando el sol de la mañana pide el respectivo permiso para ventilar iluminando.

A veces somos persianas, que nos habituamos a cerrarlas, porque estamos mejor con nuestra privacidad más ilógica y, si lo precisamos, echamos mano de abrirnos al mundo para manifestarnos y ser reconocidos.

Esa hipocresía de los comportamientos confunde a una sociedad que, a veces, requiere conocer y reconocer a quienes integran sus elementos vivos y no atina a prevenir situaciones de riesgo para los demás por aceptar la convivencia de seres humanos que más parecen persianas que una obra de Dios.

Es difícil aportar a la construcción de vivencias, historias o momentos porque nadie nos encuentra entre las miradas y en lugar de cuerpos humanos encuentra persianas enrollables, que se cierran y abren según los intereses disponibles.

Para hablar hace falta franqueza y para dialogar es necesaria mucha verdad, pero ambas están insertas en los rayos de luz que dan vida y permiten fructificar, hasta incluso en un mundo estéril de mensajes y consejos, apoyos y buenas maneras.

Por tanto, no puede entenderse un mundo con más persianas que antenas, como si quisiésemos sintonizar la frecuencia de cada familia, desconociéndose entre sí, cuando la verdad sigue siendo universal y las miradas se debieran contemplar abiertamente, con más ventanales abiertos que ventilen las conductas reprochables y los acuerdos insensatos, las reuniones que sacan rédito y las minorías que siguen creyendo ser el botón de muestra para un mundo con tantos representantes honestos y variopintos, cargados de humildad y sencillez. (O)