Daniel Marquez Soares
En teoría, la clave del progreso moral se asienta en que ser un sujeto correcto y confiable con la gente de nuestro entorno resulta conveniente. Multiplica las posibilidades de negocios, la probabilidad de acceder a posiciones de poder e incluso hace que alguien sea más atractivo para el sexo opuesto. Las personas correctas terminan prósperas, poderosas, con parejas atractivas y crías saludables, y que, por ello, generación tras generación, la humanidad se torna más pacífica, cooperativa y productiva. Sin embargo, toda la virtud del mundo no sirve de nada si el resto no se entera.
En las sociedades del pasado, pequeñas y aglutinadas, no había la virtud anónima. Como sucede en los pueblos chicos, todos sabían todo de todos: quién era honesto y quién tramposo, quién valiente y quién cobarde, quién bondadoso y quién malvado, quién fiel y quién adúltero, etc. El mundo de ahora es diferente. La concentración de población y la interconexión hacen que nos sintamos observados y juzgados por personas que apenas nos conocen. Personajes públicos, como políticos o periodistas, tienen la descomunal tarea de ganarse la confianza de personas con las que no conviven. Por eso se ha vuelto tan importante mostrar al mundo, siempre que podamos, nuestras cualidades morales.
Este fenómeno, llamado en el mundo anglosajón “virtue signalling”, es un cáncer del debate público contemporáneo. En la esfera pública no hay un debate de ideas, sino una competencia de personajes pavoneándose para mostrar lo virtuosos que son. ¿Cómo puedo comunicarle al mundo que soy valiente y puedo proteger a mujeres y niños? Lo mejor es proponer la pena de muerte y estar a favor de las armas. Si soy mujer, ¿cómo hago que todos sepan que no soy promiscua ni disoluta? Oponiéndome al aborto y a la homosexualidad. ¿Quiero parecer inteligente y cosmopolita? Viva la legalización de la marihuana y la construcción de género. ¿No saben que soy ambicioso? ¡A defender el discurso libertario!
Un buen primer paso para mejorar el debate público sería recordarle a sus protagonistas que la discusión no es sobre su calidad moral, sino sobre las mejores políticas públicas.