Perder la fe

No hablo de perder o rechazar una u otra creencia religiosa. Hablo de perder la fe en el prójimo, en el hombre (mujeres, no reclamen porque no soy políticamente correcto y esa novelería fue inventada alrededor de hace cincuenta años en los claustros académicos de Estados Unidos, cuando ni se soñaba en la RC). Perdemos la fe en el otro y como por tobogán engrasado vuela la confianza, vuela hasta la esperanza, esta, la más terca y porfiada de nuestras posibilidades. Sin fe o confianza o esperanza es otra cosa, es un proceso y algo irracional, un auto hipnotismo. Nadie ha dicho que los sueños o los antojos sean racionales, una prueba más de que no somos ningunos ángeles.


Como estamos prohibidos -en el Año del Señor del 2015- de hablar sobre el Cotopaxi (volcán, no un barco de la armada), recuerdo que hace unos cuarenta años o más los sismógrafos registraron un terremoto de gran magnitud: como en la China de Mao no había periodistas, ni chinos independientes ni extranjeros, los rumores comenzaron a escurrirse pasados seis meses, ya olvidados y sepultados los miles de muertos. Hace treinta años, Estocolmo anunció la explosión atómica de Chernobyl, la prensa y el gobierno rusos se dejaron oír casi después de una semana cuando el escándalo por la contaminación radioactiva medida en el aire de Europa. Dicen que después de sesenta días ya podremos hablar del Cotopaxi, libremente, los datos darán fe.


No son datos reservados, son públicos. En el 2014, más de cien mil estudiantes se presentaron para los ENES (lotería de ingreso a las universidades), pasa un año y en marzo, 2015, para los mismos exámenes apenas se presentan setenta mil candidatos -que no me digan que disminuyó la población- lo que vimos fue a cientos o miles de bachilleres rechazados (impedidos de ingresar a los locales) por no haber cambiado el tipo de cédula de identidad al cumplir los dieciocho años. Yo, digo adiós sueños aún no soñados.

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