Palabra y memoria

MIGUEL ÁNGEL RENGIFO ROBAYO

La condición humana tiene sus desenlaces y su renuencia, desde hace mucho tiempo, temía tener que decir Adiós a Panero (sépase que “Él” es simplemente Padre) sabía que mi voz temblaría en el momento de hacerlo, y sobre todo de hacerlo en voz alta y pronunciar la palabra adiós aquí, ante él, tan cerca de él, esa misma palabra, “à-Dieu” (adiós en francés), que en cierto sentido me viene de él, que me enseñó a pronunciar y a entenderla de otra manera.

Las ocasionales cavilaciones sobre la muerte, o la conciencia de ella, que Él me indicaría no radicaban en el vacío, la convalecencia o el alivio de luto, era la pregunta capital de ¿A quién nos dirigimos en semejante momento? ¿En nombre de quién se permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos que se atreven a hablar y hablan en público, a interrumpir con ello el murmullo animado, el secreto o el intercambio íntimo que nos une profundamente al padre, al amigo o al maestro muerto, aquellos que pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de forma directa, a la persona que ya no está más, que ya no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder.

En una oración fúnebre uno debe hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él; decir “adiós” a él, a Panero, y no tan sólo recordar lo que nos enseñó acerca de un cierto Adiós de la palabra o de su legitimación, no sólo por aquello de que “quien pega primero pega dos veces” o “déjelo dicho, los demás que se amarguen la vida”.

Entre lecturas modestas del filósofo francés Lévinas aprendimos que decir Adiós era una pregunta magnánima, acaso compartida en la experiencia del a-Dios, con la que empecé; el saludo del a-Dios no significa el fin. “El a-Dios no es una finalidad”, dice Lévinas recusando esa “alternativa del ser y la nada”, que “no es la última”.

El a-Dios saluda al otro más allá del ser en “lo que significa más allá del ser la palabra gloria”; “el a-Dios no es un proceso del ser; en el llamado soy reenviado al otro hombre a través del cual este llamado tiene significado: al prójimo por el que debo temer”, Panero, mi Padre, en este caso con mi saludo –jamás despedida- lo pongo ante Dios y para Dios.

En el ocaso del poeta, en un epígrafe apuntaba: “si dejo de nombrarte tu no existes” esa reafirmación de la palabra estrecha la gloria y la esperanza hacia el infinito, es posible; por eso confió ciegamente en eso de que “la muerte no llega con la edad sino con el olvido”.

MIGUEL ÁNGEL RENGIFO ROBAYO

La condición humana tiene sus desenlaces y su renuencia, desde hace mucho tiempo, temía tener que decir Adiós a Panero (sépase que “Él” es simplemente Padre) sabía que mi voz temblaría en el momento de hacerlo, y sobre todo de hacerlo en voz alta y pronunciar la palabra adiós aquí, ante él, tan cerca de él, esa misma palabra, “à-Dieu” (adiós en francés), que en cierto sentido me viene de él, que me enseñó a pronunciar y a entenderla de otra manera.

Las ocasionales cavilaciones sobre la muerte, o la conciencia de ella, que Él me indicaría no radicaban en el vacío, la convalecencia o el alivio de luto, era la pregunta capital de ¿A quién nos dirigimos en semejante momento? ¿En nombre de quién se permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos que se atreven a hablar y hablan en público, a interrumpir con ello el murmullo animado, el secreto o el intercambio íntimo que nos une profundamente al padre, al amigo o al maestro muerto, aquellos que pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de forma directa, a la persona que ya no está más, que ya no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder.

En una oración fúnebre uno debe hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él; decir “adiós” a él, a Panero, y no tan sólo recordar lo que nos enseñó acerca de un cierto Adiós de la palabra o de su legitimación, no sólo por aquello de que “quien pega primero pega dos veces” o “déjelo dicho, los demás que se amarguen la vida”.

Entre lecturas modestas del filósofo francés Lévinas aprendimos que decir Adiós era una pregunta magnánima, acaso compartida en la experiencia del a-Dios, con la que empecé; el saludo del a-Dios no significa el fin. “El a-Dios no es una finalidad”, dice Lévinas recusando esa “alternativa del ser y la nada”, que “no es la última”.

El a-Dios saluda al otro más allá del ser en “lo que significa más allá del ser la palabra gloria”; “el a-Dios no es un proceso del ser; en el llamado soy reenviado al otro hombre a través del cual este llamado tiene significado: al prójimo por el que debo temer”, Panero, mi Padre, en este caso con mi saludo –jamás despedida- lo pongo ante Dios y para Dios.

En el ocaso del poeta, en un epígrafe apuntaba: “si dejo de nombrarte tu no existes” esa reafirmación de la palabra estrecha la gloria y la esperanza hacia el infinito, es posible; por eso confió ciegamente en eso de que “la muerte no llega con la edad sino con el olvido”.

MIGUEL ÁNGEL RENGIFO ROBAYO

La condición humana tiene sus desenlaces y su renuencia, desde hace mucho tiempo, temía tener que decir Adiós a Panero (sépase que “Él” es simplemente Padre) sabía que mi voz temblaría en el momento de hacerlo, y sobre todo de hacerlo en voz alta y pronunciar la palabra adiós aquí, ante él, tan cerca de él, esa misma palabra, “à-Dieu” (adiós en francés), que en cierto sentido me viene de él, que me enseñó a pronunciar y a entenderla de otra manera.

Las ocasionales cavilaciones sobre la muerte, o la conciencia de ella, que Él me indicaría no radicaban en el vacío, la convalecencia o el alivio de luto, era la pregunta capital de ¿A quién nos dirigimos en semejante momento? ¿En nombre de quién se permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos que se atreven a hablar y hablan en público, a interrumpir con ello el murmullo animado, el secreto o el intercambio íntimo que nos une profundamente al padre, al amigo o al maestro muerto, aquellos que pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de forma directa, a la persona que ya no está más, que ya no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder.

En una oración fúnebre uno debe hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él; decir “adiós” a él, a Panero, y no tan sólo recordar lo que nos enseñó acerca de un cierto Adiós de la palabra o de su legitimación, no sólo por aquello de que “quien pega primero pega dos veces” o “déjelo dicho, los demás que se amarguen la vida”.

Entre lecturas modestas del filósofo francés Lévinas aprendimos que decir Adiós era una pregunta magnánima, acaso compartida en la experiencia del a-Dios, con la que empecé; el saludo del a-Dios no significa el fin. “El a-Dios no es una finalidad”, dice Lévinas recusando esa “alternativa del ser y la nada”, que “no es la última”.

El a-Dios saluda al otro más allá del ser en “lo que significa más allá del ser la palabra gloria”; “el a-Dios no es un proceso del ser; en el llamado soy reenviado al otro hombre a través del cual este llamado tiene significado: al prójimo por el que debo temer”, Panero, mi Padre, en este caso con mi saludo –jamás despedida- lo pongo ante Dios y para Dios.

En el ocaso del poeta, en un epígrafe apuntaba: “si dejo de nombrarte tu no existes” esa reafirmación de la palabra estrecha la gloria y la esperanza hacia el infinito, es posible; por eso confió ciegamente en eso de que “la muerte no llega con la edad sino con el olvido”.

MIGUEL ÁNGEL RENGIFO ROBAYO

La condición humana tiene sus desenlaces y su renuencia, desde hace mucho tiempo, temía tener que decir Adiós a Panero (sépase que “Él” es simplemente Padre) sabía que mi voz temblaría en el momento de hacerlo, y sobre todo de hacerlo en voz alta y pronunciar la palabra adiós aquí, ante él, tan cerca de él, esa misma palabra, “à-Dieu” (adiós en francés), que en cierto sentido me viene de él, que me enseñó a pronunciar y a entenderla de otra manera.

Las ocasionales cavilaciones sobre la muerte, o la conciencia de ella, que Él me indicaría no radicaban en el vacío, la convalecencia o el alivio de luto, era la pregunta capital de ¿A quién nos dirigimos en semejante momento? ¿En nombre de quién se permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos que se atreven a hablar y hablan en público, a interrumpir con ello el murmullo animado, el secreto o el intercambio íntimo que nos une profundamente al padre, al amigo o al maestro muerto, aquellos que pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de forma directa, a la persona que ya no está más, que ya no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder.

En una oración fúnebre uno debe hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él; decir “adiós” a él, a Panero, y no tan sólo recordar lo que nos enseñó acerca de un cierto Adiós de la palabra o de su legitimación, no sólo por aquello de que “quien pega primero pega dos veces” o “déjelo dicho, los demás que se amarguen la vida”.

Entre lecturas modestas del filósofo francés Lévinas aprendimos que decir Adiós era una pregunta magnánima, acaso compartida en la experiencia del a-Dios, con la que empecé; el saludo del a-Dios no significa el fin. “El a-Dios no es una finalidad”, dice Lévinas recusando esa “alternativa del ser y la nada”, que “no es la última”.

El a-Dios saluda al otro más allá del ser en “lo que significa más allá del ser la palabra gloria”; “el a-Dios no es un proceso del ser; en el llamado soy reenviado al otro hombre a través del cual este llamado tiene significado: al prójimo por el que debo temer”, Panero, mi Padre, en este caso con mi saludo –jamás despedida- lo pongo ante Dios y para Dios.

En el ocaso del poeta, en un epígrafe apuntaba: “si dejo de nombrarte tu no existes” esa reafirmación de la palabra estrecha la gloria y la esperanza hacia el infinito, es posible; por eso confió ciegamente en eso de que “la muerte no llega con la edad sino con el olvido”.