Muertos de iras

Es un decir. Aún cuando seguimos chapoteando cenagal. Refleja, en cambio, un estado de ánimo común entre los que no nos conformamos con lo que sucede a diario, con lo que inexorablemente se acumula y nos roba lo más precioso que nos queda: la esperanza. Tal vez la solución sería un tsunami de proporciones planetarias. Un tsunami que barra con Guayaquil, solamente, no haría desaparecer la descomposición en Quito y, a la inversa, un terremoto o erupción del Cotopaxi o del Pichincha con víctima Quito posiblemente reforzaría los desafueros en Guayaquil.

Verdad, el pueblo, relativamente más solidario, ha reaccionado generosamente ante la tragedia del Tungurahua. Pero la inconsistencia y ambigüedad de las reacciones oficiales son desesperantes, y, sin embargo, todos señalan que hubo seis años de advertencia para prepararse y se constata que esa preparación fue mínima o que la burocracia y los celos interinstitucionales se tragaron, devoraron o escondieron los planes que hayan podido ser elaborados, a pesar de la politización de funcionarios que debieron, ante la magnitud del problema, olvidar sus credos políticos momentáneos. Por otro lado suena muy cansado eso de decir que no sabemos elegir, que hay que robustecer la democracia, que la estamos debilitando. Aclarando la última aseveración: se debilita algo que para comenzar ya era fuerte.

¿Alguna vez, desde el fin del coloniaje español, hemos sido democráticamente fuertes? Un paréntesis incompleto con Alfaro, el resto en manos de los supuestos herederos del autoritarismo español y luego de los afanosos sirvientes de poderes extranjeros y particulares. Cogieron el putrefacto cadáver del poder colonial y lo cubrieron con los ropajes de la democracia que si bien tapaban la podredumbre y la gusanera no logran detener los miasmas corruptores y contaminantes que nos asfixian día tras día. Las vergüenzas que ocupan altas dignidades, especialmente en la justicia y el Congreso, pretenden pontificar que no hay crimen si la ley no lo menciona -se refieren a las leyes escritas por partes interesadas en el proceso de dominación y de saqueo nacional-.

Reconozcamos: el crimen está sancionado, inicialmente, por la ley natural. ¿El asesinato, necesita de una ley preparada por ignaros o representantes de los mismos grupos malhechores? Después de miles de años de castigarse los atentados al pudor -bajo otros nombres, tal vez- nuestro Congreso, en vez de robustecer y aclarar las leyes, hace desaparecer el texto existente y despenaliza el atentado. Un alto cargo de Justicia, en la práctica, salta como liebre y echa un velo de dudas sobre la legitimidad de perseguir el narcolavado y la venta de naturalizaciones -iniciadas con Sixto, recuerden-.

[email protected]