Esa luz eterna de la Lita

Esa luz eterna de la Lita
Esa luz eterna de la Lita

POR: Alexis Serrano Carmona

En memoria del ser más
dulce que he
conocido

No hace mucho que sucedió. ¡Mi hijo Maty! Dos años y medio y ya muestra habilidades histriónicas. Ese día estábamos jugando con sus dinosaurios y, de repente, me dijo que uno le había mordido.

Se botó en el sillón retorciéndose, supuestamente, del dolor. Reía. Sin pensarlo dos veces le respondí: Catrí bulí…
Ni siquiera sé si se escribe así, o si existe esa expresión. Pero solo decir esas palabras me llevó inmediatamente a recordar cómo mi abuelita, la Lita, me lo decía cada vez que sabía que yo estaba mintiendo, o exagerando, o inventando algo, o que me estaba burlando: Catrí bulí… Soltaba una carcajada y me abrazaba. Recordé perfectamente cómo me abrazaba.


Nuestra casa era de dos departamentos. En el de abajo vivían mis papás y mi ñaña. Arriba mis abuelitos y yo. Recordé cómo la Lita, cuando yo era pequeño, solía abrir la puerta de mi cuarto en las mañanas. Asomaba su cara con esa sonrisa y me decía: “Ya está el desayuno”. Era hora de ir a la escuela.


Me acordé de aquellos tiempos en que trabajaba como asistente dental en el consultorio del doctor Rojas. Y de que cada vez que el jefe organizaba un paseo a la playa ella me iba cargando. Esa vez en que jugando juntos en el mar una ola nos tumbó y ella cayó con su rodilla sobre mi pecho y me tuvo un buen rato bajo el agua. Me causó tanta gracia la escena que cuando salimos a la arena le decía que me había querido matar. Ella me quedó viendo, sonrió, me tocó la barbilla y me dijo: Catrí bulí…


La Lita era la mamá de mi papá. No había acto ni reunión en mi escuela que ella se perdiera. Muchos profesores, compañeros y hasta padres pensaban que ella era mi mamá. Recuerdo una tarde, entrega de libretas. Ya había oscurecido. Mis papás me habían comprado unos zapatos de luces y yo estaba jugando fútbol con mis amigos. Jamás olvidaré su rostro de emoción cuando salieron ella y mi abuelito del aula con un reloj de pared que se habían ganado en un sorteo. Era un reloj negro, redondo… ¡Horrible! Pero ella lo colgó esa misma noche en el comedor, estaba muy feliz.


La Lita estudió para ser profesora, pero nunca lo fue. Recordé las noches, cuando yo ya estaba en el colegio, que me sentaba junto a ella mientras cocinaba para que leyera en voz alta los libros que me mandaban de tarea. Le encantaba escucharme y a mí leerle. Hasta ahora, cada vez que escucho ‘Las aventuras de Robinson Crusoe’ pienso en la época de los apagones, yo leyendo el libro sentado sobre el mesón de la cocina, a la luz de un par de velas; la Lita escuchando atenta; y esos aromas deliciosos de su comida.


Recordé todas las películas de Pedro Infante que vi junto a mis abuelitos. “Si ves, Alexito, él canta sin gritar, despacito, pero con un sentimiento… Eso es lo importante”. Se iba luego a la cocina, se paraba sobre esa tabla que ponía para que la baldosa no le enfriara los pies, usaba esas sandalias amarillas, medias nylon y cantaba: “…Cuando te hablen de amor y de ilusiones. Y te ofrezcan un sol y un cielo entero. Si te acuerdas de mí, no me menciones. Porque vas a sentir amor del bueno…”. Cantaba despacito, sin gritar, y ¡con un sentimiento!…


… Y recordé ese cáncer. Ese hijueputa cáncer que me la arrebató en tres meses. Cómo ella se levantaba solita en las madrugadas a aplastarse la barriga contra una almohada. Recordé las dos cirugías y cómo tuve que aprender a inyectarle la morfina. La primera vez no pude, el líquido se regó. Me asusté. Ella me miró y me dijo: “No se preocupe, mijito, no diga nada”. Y no dije nada, ¡qué imbécil! Esa noche debe haberle dolido tanto…


La Lita se me fue. Todo lo que sabía, lo que había leído, lo que había aprendido sobre la muerte. El alma, la reencarnación, todo se me fue a la mierda en esos días. Lo cuestioné todo. No entendía cómo la vida fue a permitir que esa luz tan bella se hubiese apagado. Lloré, cuánto lloré.


Pero ese día, cuando jugaba con mi hijo y sus dinosaurios, recordé lo hermoso que fue compartir con ella y la magnitud de todo lo que me dio. Me di cuenta de que un día el Maty me dirá: “Ay, papi, Catrí bulí”. Y se me saldrán las lágrimas como se me salen ahora que escribo estas líneas. Y sabré, como lo sé ahora, que esa luz de la Lita jamás se fue: que está en mis palabras y en las de mi ñaña, en la forma en que pensamos y en cómo cantamos: despacito, sin gritar… En la forma en que vivimos. Esa luz eterna… jamás se apagará.