El culto al mercenario

Daniel Marquez Soares

El odio al mercenario ha sido una constante en la historia de nuestra especie. Los clásicos antiguos de diferentes latitudes y la experiencia histórica de diversas culturas coinciden en señalarlo como portador de desgracia o, peor aún, como la desgracia encarnada.


El mercenario representaba, ante los ojos de un soldado, todo lo malo de ese mundo retorcido que convertía en carne de cañón a personas comunes. Mientras un guerrero corriente se veía en una batalla a su pesar, el mercenario elegía estar ahí. A diferencia de las tropas regulares, movidas por una noble motivación real, como defender su territorio, o imaginaria, como la patria, el mercenario era movido por la codicia o, peor aún, el sádico y enfermizo placer de guerrear. Los soldados de un reino, o de un Estado, consideraban a la lealtad y la jerarquía partes determinantes de su credo; los mercenarios, en cambio, no tenían empacho en pelear hoy contra quienes ayer habían sido sus compañeros o superiores, ni en desplazar, a golpe de intrigas y traiciones, a quien los había apadrinado.


Era una vida trágica. Sin patria, credo ni rey, iban de batalla en batalla sin un lugar al cual volver, condenados a vivir entre camaradas tan siniestros como ellos y a ver morir, uno a uno, a todos quienes podían considerar, forzadamente, “amigos”. Soñaban con juntar una fortuna que les permitiera retirarse, formar una familia y envejecer en paz, pero el dinero nunca llegaba o, cuando llegaba, se lo gastaban en borracheras y bacanales para intentar olvidar lo que eran y lo que habían hecho. Si burlaban la muerte y la invalidez, de una cima de guerras de renombre descendían a batallas de segunda, para terminar en la criminalidad ordinaria.


Los soldados regulares solían ensañarse con ellos. Un mercenario solo podía esperar condescendencia de otro mercenario: quizás por eso, y no por culpa de Frederick Forsyth, los mercenarios nos resultan hoy seductores y, ya sea en las armas, la vida pública o el mundo intelectual, no hay gran estigma en alquilarse, cambiar de bando o inmiscuirse en pleitos ajenos a cambio de unas monedas. Vivimos en una comunidad de mercenarios que se la dan de cínicos sabiondos en la que cambiar de ideas, discurso u obras según los vientos que soplan no es la excepción, sino la tolerada regla.


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