Y el amor

Autor: Fausto Jaramillo Y | RS 67


(A partir de un poema de Joan Manuel Serrat)

El milagro de existir…
El instinto de buscar…
La fortuna de encontrar…
El gusto de conocer…

Joaquín, hijo de Pedro y de Manuela, existía desde hace mucho tiempo, tanto que no alcanzaba a recordar desde cuándo. Allá en aquel pueblo donde recaló en su primera misión sacerdotal, casi le habían olvidado al igual que a todos los de su generación que ya habían partido, pero él, terco como era, se aferraba a vivir.

Recordaba, eso sí, que, en algún momento de aquellos días, entre la siembra y la cosecha, su corazón latía apresuradamente cada vez que unas floridas faldas echaban vuelo al viento, con olor a tierra, a frutas tiernas, y Joaquín no podía resistirse a mirarlas con esos ojos pardos que parecían dispuestos a correr tras sus encantos.

El obispo le impuso su partida y Joaquín salió del pueblo. Todos creyeron que fue en busca de alcanzar su santidad en otras plazas, en otras calles floridas y con olor a ciudad. Nadie, pero nadie, supo la verdad de su secreto.

La ilusión de vislumbrar…
El placer de coincidir…
El temor a reincidir…
El orgullo de gustar…



Sisa, la hija de Cástulo y Rosa, nunca olvidó a Joaquín. Ella compartía el secreto de Joaquín, y por eso ella esperó su regreso tanto como pudo, pero más pudieron las costumbres y los paisanos, hasta que ella casose con Miguel, un campesino, honrado, trabajador y aburrido al que le parió 5 hijos antes de que se muriera de quién sabe el mal; aunque las malas lenguas del pueblo siempre pensaron que Miguel murió de pena porque su mujer nunca le amó como el quería. En los ojos de Sisa siempre estuvo Joaquín, aunque de sus labios nunca salió ese nombre.

La emoción de desnudar…
y descubrir, despacio, el juego.
El rito de acariciar
prendiendo fuego.

Cuando Joaquín volvió al pueblo ya pintaba muchas canas, casi no tenía dientes para morder el choclo; su mirada se había apagado y ya no tenía fuerzas para mirar otra cosa que las grietas que los años habían marcado el rostro de aquella lejana muchacha de floridas faldas con olor a tierra y a frutas tiernas.

Joaquín volvió porque supo que Sisa había vuelto a ser libre y el no volvería a perderla. Sisa había sido la causa de su partida y de su vida nómada, porque no podía arrancársela del corazón.

Sisa le recibió con la misma sonrisa y su mirada recobró la luz que había escondido tantos años.

Nunca hablaron del tema porque no comprendieron ni comprenderían por qué las gentes prohíben el amor. Ellos, en el ocaso de sus vidas, decidieron que su amor merecía sobrevivir.

La delicia de encajar
y abandonarse.
El alivio de estallar
y derramarse.

A Joaquín no le importó los buenos consejos que pretendieron darle sus amigos de juventud.

A Sisa no le importó la negativa que uno de sus hijos pretendió imponerla.

Ni a Joaquín ni a Sisa les importó la negativa de la iglesia a casarles.

Tomados de la mano se fueron del pueblo. Sisa por primera vez y Joaquín otra vez.

¿A dónde se fueron? Nadie supo, pero todos sospechaban que vivían en cualquier lugar con la alegría de su amor.

Y el amor,
el amor, el amor,
el amor, el amor,
el amor.