Violencia y ley

Autor: Dr. Alan Cathey | RS 61

Probablemente el paso más importante que la humanidad ha dado, en momentos y en circunstancias diversos, para la convivencia civilizada, ha sido la formulación de la Ley y la noción de Justicia y Derecho. Que la Ley, en sus lejanos orígenes, haya sido atribuida a una voluntad divina para establecer orden en un mundo por naturaleza caótico, es tal vez el mayor reconocimiento que pueda hacer el hombre a ese dios de muchos rostros.

Ley divina
El argumento de la Ley divina habría resultado de gran peso en las sociedades primitivas, a las que, la razón, y mucho menos la razón jurídica, aún les era ajena. Unas leyes hechas por su dios no requerían mayor comprensión o discusión, y tan sólo debían ser obedecidas sin cuestionarlas.

Diversos dioses generaron diversas leyes para diversos pueblos, y así tenemos el Código de Manu en la India, las Tablas de la Ley de Moisés, que según los textos sagrados judíos, le habrían sido entregados directamente por Dios, la Sharia o Ley islámica, establecida en el Corán por Ala a través de su profeta Mahoma, etc. De hecho, una de las características míticas esenciales de muchas religiones, es la del Dios Justo, categoría que se vuelve incluso más importante que la del Dios Bueno, pues se le atribuirá finalmente el papel de juez, el que decidirá sobre el destino del espíritu o del alma de cada persona, luego de su paso por el mundo material, para la eternidad.

En esa perspectiva, encontrarse con un juez Justo, parecería una legítima aspiración de los creyentes, sobre otras consideraciones. Hilando más fino, las leyes “divinas” pasan a ser una especie de contrato entre los dioses y los hombres, por el que, si los segundos se sujetan a las normas, serán “salvados” de un desagradable destino trascendental.

Ley Humana
Con el tiempo, las leyes descenderán de su esfera divina, a los grandes legisladores humanos. Uno de los más antiguos cuerpos legales existentes, es el Código de Hammurabi, rey babilonio que compila toda la larga legislación mesopotámica, en un solo cuerpo legal único. En Grecia, Solon por un lado y Licurgo por otro, serán reconocidos como los más importantes legisladores de su mundo, y en Roma, la Ley de las 12 Tablas será el punto de partida del Derecho Romano a partir del siglo V a.c., impulsadas por los cónsules Lucio Valerio y Marco Horacio, que habrían ordenado su publicidad, al escribirlas en placas de bronce expuestas en el Foro, a la vista de todos, para que fueran conocidas y aplicadas por todos.

Este carácter de las leyes, su conocimiento y publicidad, será un factor decisivo hacia futuras legislaciones, y, ya que Roma se convierte en el núcleo de las futuras culturas europeas, la influencia de su legislación está presente en todo el sistema legal europeo, en mayor o menor grado.

Argamasa social
Vemos pues cómo, en la base de todos los imperios, de las más importantes ciudades estado, la Ley, divina o humana constituye la argamasa social que cohesiona y junta a los diversos componentes sociales y personales que las integran. La Ley es el factor que trae orden al caos, y es, en efecto, un acto de nueva creación. La Ley pasa a ser, como las costumbres, el idioma y los dioses, un factor de identidad cultural esencial. Un romano no podía ser juzgado sino bajo la ley romana, lo que vuelve muy apetecible la condición de ciudadano, pues el amparo que Roma era capaz de proyectar a éstos, en un mundo en que la barbarie estaba muy presente, casi a las puertas del Imperio, era invalorable.

Ley y Justicia
Es la Ley la que aporta un sentido de seguridad y pertenencia, la que garantiza uniformidad y justicia en las decisiones judiciales que sean adoptadas respecto de las personas, dentro del marco de la Justicia, definida como “dar a cada uno lo suyo”.

En toda sociedad, el sistema jurídico constituye el aspecto del poder público más cercano, más próximo, al ciudadano común. Por lo general, el gobernante es un personaje cuya autoridad genera distancia, a veces abismal, con sus súbditos, pues tal autoridad está por lo general asociada a los dioses.

De igual forma, en las sociedades que se organizan en sociedades de base más amplia, como las repúblicas oligárquicas romana o fenicias, los cuerpos legislativos y políticos que producen, también mantienen una distancia respecto de la sociedad, articulándose como la nobleza.

Jueces cercanos
El juez, en cambio, está permanentemente en cercano contacto con las personas, comunes o nobles, y sus decisiones pueden afectar, de manera directa, a cada una de ellas, respecto de asuntos tan importantes como su propiedad, su libertad, y hasta su vida. Por un tiempo, la sociedad puede prescindir de un cuerpo legislativo, y en alguna medida, hasta de un ejecutivo, pues la estructura estatal es generadora de una inercia burocrática que se sigue moviendo. Lo que jamás puede parar es la administración de la Ley, basada en una mecánica estricta de tiempos y plazos para los procedimientos.

En cualquier sociedad, el síntoma más grave de la anomia social es la desaparición de un sistema legal funcional y creíble. Cuando la Ley, humana o divina, pierde su credibilidad, no tardará en ser reemplazada por la ley de la selva, la del más fuerte, y esa sociedad retornará al caos, hasta que un orden nuevo emerja, asunto que puede tomar mucho tiempo, y que, en forma alguna, garantizará mejores perspectivas para esa sociedad.

Es paradigmático el caso del Imperio Romano, donde su caída ante la embestida de la barbarie, movió el siguiente medio milenio convirtiéndolo en un período obscuro, arbitrario y truculento, donde la ley fue propiedad del más fuerte, sin relación alguna a la justicia o a norma legal alguna. Sin necesidad de remontarnos demasiado en el tiempo, delante de nuestros ojos, se está produciendo algo similar en Haití, dentro de lo que llamamos Latinoamérica, por tanto, un vecino cercano, geográficamente al menos, en el cual la sociedad ha descendido hasta el más elemental nivel, donde las pandillas han devenido en tribus primitivas, estructuradas en torno a unos liderazgos que se valoran en función de su brutalidad, con sangrientos ritos de iniciación, que incluyen, pero no se limitan a asesinatos, como demostración de compromiso y pertenencia, no muy lejanos de los ritos de los cazadores neolíticos, que debían mostrar su valor enfrentando a leones o lobos, en los cuales se identificaban como figuras totémicas.



El camino a la luz
Lentamente, primero el mundo islámico, que se desarrolla en torno a la Sharia, luego los estados sucesores del Imperio Romano van recuperando algunas instituciones legales de la tradición romana, que se articulan con las del primitivo derecho germánico, dando lugar a una génesis que paulatinamente reordena a los proto estados europeos.

Cuando éstos se lanzan al mar durante la denominada Era de los Descubrimientos, que los llevan al Nuevo Mundo y a su conquista, están ya equipados con estructuras legales funcionales, que van a ser impuestas en las tierras conquistadas, sobreponiéndose a las existentes en las culturas americanas, que sucumben ante las armas y las enfermedades traídas por los conquistadores. Doscientos cincuenta años después del descubrimiento de América, se producirá en Europa, con implicaciones obvias en América del Norte, y más tarde, en Hispanoamérica, el desarrollo de la Ilustración, cuyo fundamento gira en torno al básico principio de la supremacía de la Ley como elemento clave de la estructura social y política, que quedan decisivamente subordinadas a ésta. Tras estos primeros 250 años, la aplicación de ese sistema le ha llevado al país a unos niveles inéditos de poderío económico a nivel mundial, a pesar de tropiezos y situaciones difíciles, como la Guerra Civil o las dos Guerras mundiales.

Este es, sin duda, el paso más importante para la superación del absolutismo y la autocracia, pero es un paso que requiere un compromiso social mucho más profundo que la mucho más simple obediencia servil a emperadores y reyes. Los recién nacidos Estados Unidos lo adoptan, con notable éxito. La división de poderes, condición esencial del liberalismo político, dificulta grandemente la tiranía en lo político, y el establecimiento de un poder judicial independiente, basado en el profesionalismo de los jueces, capaces de actuar apegados a la Ley, la justicia y el derecho, al margen de intereses e influencias políticas o económicas, es la garantía para la confianza de la sociedad en esa instancia.

En Latinoamérica, la adopción, tras las guerras de independencia, del mismo modelo político y económico, fue meramente nominal y formal, sin que se cambiara prácticamente nada en las prácticas, legales y paralegales, del período colonial. Las estructuras del poder se mantuvieron en torno a las castas de terratenientes, que cooptaron el poder para su beneficio, y al ser sucedidas por los grupos agroexportadores, éstos igualmente mantuvieron los privilegios que generan los modelos mercantilistas para quienes los gestionan. Sin temor a equivocarnos, se puede afirmar que, a excepción de puntuales aplicaciones geográficas y temporales, en América Latina nunca se aplicó el virtuoso matrimonio de liberalismo económico y de democracia política, que resultó ser el motor generador de riqueza y prosperidad donde se lo aplicó debidamente.

Violencia y pobreza
Sin duda, existen evidentes vínculos entre la pobreza y la violencia en las sociedades. Con el antiguo dicho de que “el hambre es mala consejera”, se comprende perfectamente el alcance de lo expresado, sin que esto busque explicar el fenómeno desde lo más simple. Si nos circunscribimos a Latinoamérica, hay registros de violencia social desde temprano en la Colonia, con rebeliones indígenas, sobre todo en la región andina, donde las comunidades son más numerosas y consolidadas. Pero la dispersión geográfica y la superior movilidad y armamento de criollos y mestizos, logra sofocarlas.

Ya a mediados y finales del siglo XIX, la lucha por el poder que se da entre facciones, da lugar a numerosas guerras civiles, una prolongación de las guerras de independencia. Esta situación se da prácticamente en todos los Estados de la región, con lo que la violencia se “normaliza”, se vuelve lo corriente, y es hasta un camino para la movilidad social y la riqueza. Como se trata de sociedades agrarias, los conflictos se dan principalmente fuera de las ciudades, con lo que esa violencia es poco apreciada entre las élites urbanas.

La violencia urbana
Esta circunstancia va a cambiar a mediados del siglo XX, cuando se produce el éxodo del campesinado hacia las ciudades, por la situación de abandono al que se ha relegado al agro. En Estados Unidos y en Europa, desde principios del siglo XIX, se produce una migración parecida, pero por causas distintas, pues responde a la creciente necesidad de mano de obra para la acelerada industrialización de las economías. El crecimiento de la riqueza por la revolución industrial genera clases medias, lo que de a poco va volviéndose la norma, con un cada vez mayor grado de distribución de la riqueza.

Esto no ocurre en América Latina, salvo en muy puntuales excepciones. Las ciudades, a donde migra el campesinado, no ofrecen en la realidad mayores oportunidades laborales, lo que determina la creación de cinturones de miseria, donde la necesidad hace ley. Con la degradación de la calidad de vida, y la no existencia de expectativas de progreso por la carencia de oportunidades, el delito se vuelve una opción aceptable y hasta tolerada. En el duro entorno de las barriadas y villas miseria, la pandilla se convierte en el espacio social para los jóvenes, carentes ya de referentes por el desarraigo en que se encuentran. Esto es un retorno a la tribu, a las lealtades básicas y hasta bárbaras, de una época pasada.

El filón de las drogas
Para los años 80 del siglo XX, las sociedades europeas y norteamericana, con elevados niveles de vida y de ingresos, encuentran en las drogas un mecanismo de distracción y de placer, generando una creciente demanda por las mismas. Este mercado es pronto atendido por grupos criminales, al principio colombianos y peruanos, que impulsan la producción de materia prima y acometen la refinación del producto en cocaína.

Son de tal naturaleza los réditos, que la competencia se vuelve despiadada entre diversas bandas y cárteles, que también se encargan del transporte y la protección de los alijos. Esa competencia se traduce en una violencia feroz que, cuando es enfrentada por el estado, en cumplimiento de su función específica, la provisión de seguridad para los ciudadanos da lugar prácticamente a una guerra abierta de todos contra todos. Como resultado de esto, tras 50 años, durante los cuales el poder económico de las mafias ha crecido a niveles extraordinarios, vemos que se trata de una batalla trasladada a todos los campos, afectando directamente a todas las instituciones de la sociedad, dado el gran poder material y de corrupción que el crimen organizado ha acumulado, hasta el punto que ya no le preocupan las formas, llevando sus enfrentamientos a la luz pública, haciendo gala abiertamente de brutalidad y crueldad en sus conflictos intestinos, normalizando así la violencia en la colectividad.

La región más violenta
América Latina ostenta hoy por hoy, el primer lugar mundial en violencia criminal en el mundo, en términos de asesinatos, sea por las guerras entre bandas, por delincuencia común, o por ejecuciones extrajudiciales por parte de policías o militares.

Los conflictos y las víctimas por violencia criminal en México en los últimos 10 años, superan a las de la guerra en Ucrania, pero la situación no es mucho mejor en Venezuela, por ejemplo, donde la comisión de derechos humanos de la ONU, estableció concluyentemente que las fuerzas armadas y la policía ejecutaban cada año, extrajudicialmente, a miles de presuntos delincuentes.

Colombia ha sido escenario de un largo conflicto con los cárteles en los años 90, continuada luego por los grupos que se decían subversivos, que en realidad se tomaron el lucrativo negocio de la coca, en calidad de cárteles sucesores de los de Cali y Medellín. Este conflicto ha causado muchos miles de muertos y una violencia de carácter terrorista, con coches bomba, asesinato de jueces, fiscales y hasta candidatos a la presidencia.

Parecería, por las circunstancias observadas, que ése deshonroso primer lugar que ocupa Latinoamérica en violencia y en desigualdad, se mantendrá por largo tiempo. Esa lamentable distinción debería ser, ojalá, motivo para un esfuerzo serio de la región, pues éste no es un problema localizado, para unirse y enfrentar a esta amenaza para su futuro. El pasado me obliga a ser pesimista, pero ¿quién sabe?