Octubre – 2019: ¿protestas sociales o violencia en las calles?

Autor: Kléver Antonio Bravo| RS 61

Lo sucedido en el mes de octubre de 2019 fue un conjunto de eventos reaccionarios que llevaron al caos a nivel nacional, esto, debido a la eliminación de los subsidios de los combustibles a través del Decreto 883, emitido por el presidente Lenín Moreno.

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Fueron 11 días de protesta social donde lo que más llamó la atención fue la violencia. Efectivamente, aquellas protestas fueron el reflejo de un conflicto social, político y étnico, teniendo como actor más peligroso al grupo de los “infiltrados”, cuya base de entrenamiento fue una doctrina de guerrilla urbana destinada a una destrucción planificada. ¿Fue acaso el Mini-manual del guerrillero urbano, escrito por el guerrillero brasileño Carlos Marighela, parte de aquella doctrina?

La rebelión empezó el día jueves 3 de octubre, cuando la gran masa de aproximadamente 18 000 manifestantes llegó a Quito con los puños bien apretados, recargada de injurias, resentimientos seculares, reclamos con aires nada pacíficos y un imponente rechazo a la explotación minera, al neoliberalismo, al extractivismo, al Fondo Monetario Internacional. En suma, llegaron con una alta carga de violencia, pocas alternativas y ninguna propuesta política o social. Pero, claro, para esto había una base legal: el artículo 98 de la Constitución Política del Estado que dice: “Los individuos y los colectivos podrán ejercer el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales, y demandar el reconocimiento de nuevos derechos”. O sea, la resistencia, que no resiste sino ataca. Al otro lado de la vereda estaba la fuerza pública, Policía Nacional y Ejército, actuando con una estrategia eminentemente defensiva, dado que las leyes, tanto como su entrenamiento, tuvo un carácter racional; pues, su deber es administrar la violencia, pero con responsabilidad.

Si en los contenidos de estos párrafos se manifiesta con frecuencia la palabra “violencia”, no cabe duda que este escenario ya fue anunciado por el ex canciller Ricardo Patiño, quien en octubre de 2018 manifestó a sus seguidores que “se debía recuperar el poder, aunque eso fuera romper el orden democrático…”. “Cambiamos las estrategias de resistencia pasiva a la resistencia combativa… Porque tenemos que tomarnos las instituciones públicas, tenemos que cerrar los caminos”. Así sucedió. La violencia de aquellos “mercenarios”, ocultos en la gran masa, cumplió con la misión de destruir lugares previamente identificados, aparte del caos, el vandalismo, el saqueo, el terrorismo, y la infaltable delincuencia.

Para aumentar su espacio de poder, la masa se tomó el Ágora de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, lugar donde el 10 de octubre, en un lapso de 10 horas, secuestraron a 10 miembros de la Policía Nacional, un coronel y nueve miembros de tropa, entre éstos una mujer. Ellos fueron despojados de su calzado “para que no puedan escapar”, incluso cubrieron la espalda del coronel con la bandera tricolor y en su cabeza colocaron un sombrero indígena de paño. Durante las horas del secuestro, y como parte de aquel “ritual”, cuatro policías cargaron el féretro de Inocencio Tucumbi, líder indígena de Cotopaxi que murió el día anterior en un accidente durante las manifestaciones.



Al terminar el día, los policías secuestrados quedaron libres a través de un operativo secreto, bajo la supervisión de la Defensoría del Pueblo y los representantes de la Organización de las Naciones Unidas y Amnistía Internacional. Todo este episodio dejó en la balanza un saldo oscuro: por un lado, la humillación pública a los policías secuestrados; por otro lado, la ira y venganza de la turba indígena por la muerte de dos de sus “compañeros de lucha”, Inocencio Tucumbi y José Daniel Chaluisa. Aquí la balanza pesaba más a favor de los manifestantes indígenas. Secuestrados también fueron los 27 periodistas de diversos medios de comunicación social del Ecuador, quienes fueron obligados a transmitir a la comunidad mensajes cuyo guion estaba a favor de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, Conaie, y sus causas políticas. Uno de ellos fue Freddy Paredes, del canal de televisión Teleamazonas. Paredes fue acorralado por un grupo de manifestantes, entre ellos José Manuel Guacho Anilema, ex asesor del Consejo Nacional Electoral, quien atacó por la espalda al periodista, propinándolo un golpe en la cabeza con una piedra. Ante la agresión al periodista, Guacho no tuvo justificación alguna sino decir que fue un “momento de coraje”. Después de varios meses de que Guacho anduvo prófugo de la justicia, fue capturado en julio de 2020 y sentenciado a cuatro meses y 18 días de prisión. Ya está libre.

Sobre este tema de los infiltrados, el presidente Lenín Moreno insistió en que esta violencia organizada vino de “fuerzas oscuras vinculadas a la delincuencia política organizada, en complicidad con el narcoterrorismo, pandillas y ciudadanos extranjeros violentos”, con gran seguridad, de origen venezolano, cubano y colombiano. No en vano el presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Diosdado Cabello, dijo en esos días que lo sucedido en Ecuador era apenas una “brisita bolivariana”.

PANORAMA DE POSGUERRA
Toda esta violencia en las calles dejó el siguiente panorama de posguerra: la destrucción de 27 instalaciones policiales barriales, 4 zonas militares, 128 vehículos policiales, 101 vehículos de las Fuerzas Armadas, 100 motocicletas de los agentes metropolitanos de Quito, 80 cámaras.

En el campo de la empresa privada, fueron destruidas 31 florícolas y cuatro agroindustrias de leche y brócoli. En la Costa fueron quemados varios cajeros automáticos y saqueados 18 supermercados; en Ambato y Antonio Ante, se cortó el servicio de agua potable; fueron quemados varios vehículos al interior del canal de televisión Teleamazonas; y, el trofeo de guerra de los manifestantes, el incendio del edificio de la Contraloría General del Estado.

Salta a la vista el protagonismo belicoso de la juventud ecuatoriana y los infiltrados nacionales y extranjeros. De los 1 192 detenidos, el 73 % fueron jóvenes entre los 15 y 30 años de edad, todos de origen popular, todos cubiertos el rostro, todos con las ganas de aflorar su descontento, su ira, su efervescencia por participar en una guerra urbana cargada de consignas subversivas.

Todo este escenario generacional daba a entender que estas manifestaciones de octubre-2019, únicas en la historia nacional por su ilimitada violencia, fueron expresiones de rechazo a una realidad nacional embarcada en la desigualdad y el desempleo que se agudizó desde la crisis económica del año 2014, rechazo a la falta de mayores oportunidades de estudio, sobre todo, rechazo a las élites políticas que no dieron visos de solución a los problemas sociales, económicos y educativos.

Los enfrentamientos entre la fuerza pública y los manifestantes -conformados por grupo humanos espontáneos, sin miedo y dispuestos a combatir con palos, piedras, cohetes caseros, bombas molotov, en una escala de violencia organizada-, fueron combates urbanos desequilibrados para el Ejército, pues esta fuerza se empleó con equipo caduco e incompleto, no así la Policía Nacional, cuya misión y entrenamiento están destinados a dar frente a este tipo de amenazas. Aunque la ciudad capital quedó devastada, el domingo 13 de octubre hubo un final feliz para los manifestantes: eliminación del decreto 883 y el triunfo de los dirigentes indígenas en las próximas elecciones de asambleístas, parlamentarios andinos y la presidencia de la Conaie, reservada para Leonidas Iza.

Para eso sirve las manifestaciones, y si tienen alguna carga de violencia, con muertos de por medio, mayores serán los alcances políticos. Vaya estrategia.